No se sabe a ciencia cierta el día en que nació Beethoven. Lo qué sí está registrado es que un día como hoy fue bautizado en la iglesia de San Remigio, en Bonn, donde vivo ahora.
Mi historia con Beethoven se remonta a mucho tiempo atrás, quizás antes de que yo tuviera conciencia de la existencia de un país llamado Alemania.
Mi padre ha sido siempre un fanático de la música clásica y algunos de los primeros recuerdos que tengo son de él, bastante joven (con al menos diez años menos de los que hoy tengo yo) poniendo a todo volumen sus discos de la Nonesuch o la Deutsche Grammophon, con una especial devoción por la música de Beethoven, el maestro de los maestros como siempre lo llamó. El tocadiscos, todas las agujas que rompí y el sonido de una casa cubierta de sinfonías y conciertos son parte fundamental de mi memoria afectiva.
A menudo Joaquim me pregunta cuándo llegará el día en que podrá salir solo e incluso vivir por su cuenta. Pienso en lo difícil que debe ser dejar a los hijos partir y que solo el amor más grande y la confianza en ellos puede lograr que, a pesar de quererlos cerca, uno acepte que libres descubriendo el mundo y descubriéndose a sí mismos pueden estar mejor. Y fue así que mi papá alimentó mis sueños y fortaleció mis alas desde que yo era pequeña.
A los 16 años salí por primera vez de casa y pasé una temporada, coincidencialmente, aquí en Bonn, con una persona a la que hasta el día de hoy considero mi hermana. Una noche fuimos juntas a la filarmónica de Colonia a escuchar el concierto número cinco de Beethoven: el Emperador. No hay para mí un sonido más hermoso que el paso entre el segundo y el tercer movimiento, luego de que soplan los vientos y el piano se anuncia tímido, hasta que entra impetuoso casi un minuto más tarde logrando que todos los nudos de la existencia se desaten y la belleza llegue a un punto tan nítido en el que todo aquello que parecía roto pueda repararse ante tal lirismo y vigor.
Este año se celebran los 250 años del nacimiento de Beethoven y casi parecía un sueño vivirlo en su ciudad natal, donde se había planeado un año entero de festejos, con música todos los días en todas las esquinas y un enorme repertorio para rendir tributo al más grande de los clásicos. Desde los más aclamados regentes y solistas, hasta músicos jóvenes y niños en formación estaban invitados y yo esperaba entusiasmada muchos momentos de éxtasis y de lágrimas que no me salen fácilmente pero que me inundan y me lavan cuando vienen con música y el recuerdo de mi papá. Anhelaba una visita suya y que juntos escuchásemos tanta música, pero ya sabemos todos que este año traicionó nuestros deseos. Mi papá y yo apenas hemos podido vernos y oírnos a través del teléfono. Lo hemos hecho con angustia, con tedio, con incertidumbre, pero también con ímpetu, llenos de amor y de sueños porque esa ha sido siempre la marca de nuestra relación.
Beethoven merecía una celebración mejor que un día de lluvia, en una ciudad vacía donde apenas pasean pocos rostros enmascarados y tristes. Pero a pesar de todo la música vive adentro y como el otro día me dijo mi amiga Ilana, sobrevivir a este año fuertes y juntos ya es lucro, de modo que, con gratitud eterna, feliz día maestro y feliz día papá.