Gulistán, en persa, significa 'jardín de rosas'. El título, que podría simbolizar a las mujeres que combaten en las montañas del Kurdistán iraquí y que son retratadas en la película de Zaynê Akyol, es además el nombre de una mujer que tuvo un papel importante en la vida de la directora cuando era niña en Canadá y que un día decidió regresar a su tierra para enlistarse en un grupo paramilitar femenino afiliado al Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK).
Años más tarde, Akyol decide hacer una película sobre las motivaciones y el periplo de Gulistán, quien falleció en el año 2000, pero al encontrarse con un nuevo escenario tras del advenimiento del Estado Islámico elige filmar a otras mujeres que también han optado por la lucha armada como camino de vida. Su razón de ser sigue siendo la autonomía del pueblo kurdo –la etnia sin Estado asentada entre Turquía, Irak, Irán y Siria que reclama su autodeterminación desde la caída del Imperio Otomano–, pero ahora también se trata de defender los principios inherentes a su condición de mujeres: el acceso a la educación, la vida por fuera del patriarcado, la potestad sobre sus cuerpos cada vez más vulnerados desde la escalada fundamentalista.
Y así, la realizadora se sumerge en la cotidianidad de un grupo de mujeres combatientes en busca de 'mañanas mejores y más libres' y termina regalándonos la bellísima Gulistán, tierra de rosas. La película las acompaña durante su entrenamiento físico, mientras se preparan intelectual e ideológicamente, cuando discuten las estrategias de ataque, en los momentos de descanso en que recuerdan a sus familias y sus orígenes, así como las constantes conversaciones sobre el alcance de las bombas y granadas que tienen a disposición y la relación tan estrecha con sus fusiles, a los que conocen tanto como a sus cuerpos y les han dado nombres de mujer como “Amada”, “Paciencia” y “Bulbul”.
Lo bélico y lo personal aparecen siempre entretejidos en este filme que transcurre en un compás binario: entre el tiempo de guerra, que sabemos que llegará pero no se concreta, y el tiempo íntimo de introspección, amistad y cuidado del cuerpo y el alma, como en la bella secuencia en que, como un ritual, las jóvenes mujeres aprovechan el cauce de un riachuelo para lavarse sus oscuras y densas cabelleras con un enjuague de ortiga silvestre.
¿Cómo mantenerse serena cuando la alerta es constante? ¿Cómo filmar los tiempos muertos en el frente de batalla? Zaynê Akyol lo hace de manera meticulosa y pausada, con la misma actitud de sus personajes que han decidido cumplir con el deber de manera decidida, alegre y calmada. La cámara no olvida jamás el especial cuidado que merecen los personajes y sus circunstancias; privilegia los primeros planos, les otorga la duración necesaria, se dedica a descubrir pacientemente los rostros, las sonrisas y la belleza del gesto y la juventud. Asimismo, la propuesta sonora es delicada, cercana y silenciosa, no da cabida a efectos ni excesos musicales.
A esta estructura dual se suma la voz y la expresión facial de la comandante Sozdar Cudî, a través de su diario filmado, al que la película regresa cada cierto tiempo para encontrar destellos de sabiduría y gracia. No queda claro a quién se dirige, pero su mirada directa a cámara nos permite imaginar que somos nosotros, espectadores, los afortunados destinatarios de aquellas reflexiones poderosas y sinceras, pronunciadas con un tono cariñoso, como si fuesen dichas para un ser amado.
“¿Dónde nace la libertad? Nace con la mujer. ¿Y la educación? También empieza con la mujer. ¿Y la protección cultural, social y política de la gente? También, con la mujer. La mujer da a luz a las personas y al conocimiento. Es la esencia de la existencia, la fuerza emocional fundamental”, nos dice Sozdar, recordándonos que el primer regalo que da una madre a su hijo al parirlo es la libertad, y que es nuestra obligación luchar por ella y conservarla.
*Este texto se publica en EL OTRO CINE, el periódico del Festival EDOC
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