domingo, septiembre 18, 2005

A Jordania, desde la casa de Carcelén



Cuando era niña, vivía en una casa con un jardín enorme y con mis primos de vecinos, muy al norte de Quito, en el barrio de Carcelén Alto. Supongo que acentuábamos el “alto” para dejar en claro que nuestro Carcelén no era el mismo de los multifamiliares del Banco de la Vivienda, el Carcelén Bajo, a donde íbamos por las tardes en el Peugeot 504 a comprar el pan y la leche o las láminas de la flora del Ecuador en el bazar Rosany.
En todo caso nuestro Carcelén era el mismo de las fábricas, el de los helados Eskimo, los Chitos de Ecudal (“porque son horneados y no fritos”), esos que llenaban de caspa amarilla el saco del uniforme del colegio. Allí las tardes olían a papas fritas, aquellas que se producían en masa al frente de nuestro cerramiento, o mejor aún a los pasteles, llorones y donuts que nos preparaban contentas mi mami y su hermana, mi tía Verito.
Quién sabe los complejos ya nos venían desde niños y aunque mi barrio se denominaba “alto” por hallarse geográficamente más arriba del “bajo”, en estas definiciones también había mucho de separación de clases. Es que un solo adjetivo podía truncar nuestra aún embrionaria, pero en cualquier caso posible, vida social de niños de clase "media-alta".
De eso me doy cuenta ahora. Cuando era niña prefería disfrutar de las bondades de mi jardín. Como un caballero estoico protegía mi árbol de guabas. El mismo palo que me servía para bajarlas de las alturas, era el arma perfecta para escarmentar a mis ágiles primas pequeñas, las rubias ladronas de guabas que se escondían en el cerramiento con sus canastas vacías.
Pero aunque sufrían conmigo, también fueron muy felices. Gracias a los niños Ramia -mis siete primos y mi ñaño Juani- mi niñez fue enormemente bella, libre y creativa.
En el cerramiento sur de mi casa, el que daba a la avenida John Lennon como la bautizó mi hermano (el letrero hecho a mano que habíamos colgado no duró mucho porque mi abuelo lo censuró), crecía una planta de moras que se fundía con otra, mucho menos productiva, que nos daba frambuesas.
Cuando llegué a la adolescencia empecé a hartarme de mi barrio. Salir con mis amigas implicaba un esfuerzo de una hora de trayecto, el servicio de buses era bastante limitado, mis amigos hacían caras antes de traerme de vuelta a casa luego de las fiestas y aunque mis papis eran, entre otras cosas, choferes sin sueldo, la distancia comenzaba a interferir con mi libertad, mis planes y mis nuevos intereses.
El aislamiento duró hasta los 20 años, cuando mis padres le vendieron la casa al mismo señor que, desde la calle, nos regalaba membretes a los primos más valientes que desafiábamos a la gravedad caminando sobre los cerramientos de las cuatro casas de los hermanos Ramia.
Ese vecino se llamaba Wail -Juan con acento árabe creía yo- y en ese entonces era un joven empresario jordano que tenía una fábrica de adhesivos y que había llegado a Quito hace poco tiempo. Mis tíos se quedaron en el barrio y siempre que voy de visita me causa una fuerte impresión ver las ruinas de mi casa de infancia. Es más, hoy ya ni siquiera queda algo de la estructura original, tan solo un poco atractivo edificio gris que se comió todo el jardín para poder existir, desde donde planifica sus negocios el señor Wail Alaam Khamis.
Hasta ahora, cuando paso por ahí, pienso en mi árbol de guabas, el taller de carpintería de mi padre, sus hábiles maestros y la pila de aserrín, muchos sueños que se cumplieron en esa casa y otros que nunca llegamos a ver, y de entre tantos otros recuerdos viene el de mi Chocolate, la cocker que me acompañaba estática en mis consuetudinarias siestas de la tarde cuando aún no me habían detectado el hipotiroidismo que a las 16h00 me vencía y me mandaba la cama.
Empecé este post con la idea de hablar de Jodania, a donde fuimos de viaje la semana pasada. ¿Qué me hizo cambiar de opinión? ¿Qué me llevó de las calles de Amman a mis recuerdos de infancia?
Ocurre que hace un par de meses, cuando estuve en Ecuador, volvía con mis abuelos de una mañana de compras y bajando por mi avenida de infancia me encontré con una bandera negra, blanca, verde y roja flameando exactamente donde crecían mis moras. Detuve el automóvil para ver de qué se trataba. Mi casa de infancia, además de fábrica de pegatinas, se ha convertido hoy en día en el Consulado Honorífico del Reino Hachemita de Jordania.
Motivada por mi abuela Rosita, que siempre ha soñado con conocer Petra, o por la obsesión de mi padre por aquel número de la National Geographic que hablaba también de la ciudad rosa de piedra, tenía ya en mente hacer un viaje por Jordania apenas volviera al Medio Oriente. Esa mañana, desde el recuerdo de la mata de moras, empezó mi viaje a Jordania, y no meses más tarde, en Israel. Es que los viajes no comienzan en el aeropuerto, si no desde que los imaginamos.
Jordania amerita una nota aparte y, en esta tarde de domingo, mis recuerdos necesitan también un poco más de tiempo para pasearse por mi mente. Ya encontraré el tiempo para hablarles del viaje.
En cuanto a mis primas, por si ha quedado la duda, siguen siendo tan lindas como de pequeñas. Hace mucho tiempo que dejaron de robar.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Maris,
Como tu bien dices, un viaje no comienza en el aeropuerto, sino desde que lo imaginamos. La verdad es que tu post me ha hecho pensar mucho. Sobre el pasado, sobre lo vivido, sobre los recuerdos, sobre como cambian las cosas (y que conste que yo era uno de los pocos amigos que no hacian caras para ir a dejarte y a traerte del fin del mundo donde vivias....) Y como uno era feliz de guambra!! Ahora que estuve en Quito tambien tuve varios chirlazos de recuerdo y muchas nostalgias revivieron. Enfin, no queda mas que guardar las memorias y vivencias dentro bien dentro de nosotros para que siempre nos acompanen, y que revivan en cada momento. Exactamente como para ti el viaje a Jordania!!! Sabes que te adoro y que no me pierdo tus posts!!! Espero que nos veamos prontito en Escocia!!! BESOS del Plupete

Anónimo dijo...

Despuès de este flash back, me muero por conocer tus historias sobre Jordania.

Desde BsAs, Felipe

Anónimo dijo...

Maria
Los recuerdos de la infancia siempre son los mejors y los que mas se quedan grabados.
No puedo esperar a que envies apreciaciones y fotos de Jordania.

María Campaña Ramia dijo...

Un abrazo de bienvenida al seguidor de los blogs de sus panas, Daniel Aviles. Cuando leemos el tuyo?
Y claro que se como te influyo la infancia, se lo ve en tu documental.