Desde niño, Archibaldo de la Cruz ensaya sus crímenes. Ya adulto, se confiesa culpable de la muerte de varias mujeres, pero su imaginación no tiene el poder de convertirlo en asesino
miércoles, agosto 24, 2005
Lena
10 de Julio de 2005. Catorce horas de ruta separan a Shushinskoe de Krasnoyarsk. Es un trayecto muy largo que sin embargo es minúsculo en la infinidad Siberiana. La imagen de la Patagonia no se va de mi cabeza, pues aunque no la conozco, esta eterna planicie me obliga a imaginarla. Es seguramente un defecto, mi enferma necesidad de adelantarme al presente o de refugiarme en el pasado ¿Por qué no alegrarme de que hoy estoy en Siberia y disfrutarla porque sí, sin comparaciones?
Nunca antes he visto una gama de verdes tan perfecta. Verdes frescos, estivales, húmedos, clorofílicos. La vida se escapa de tanto verde, un verde condenado a la muerte que se le acerca. En Siberia el verano puede ser intenso, pero es corto en todo caso. Dentro de meses todo será un universo blanco y solo en este recuerdo que no se ha ido de mi mente quedará la imagen de un verdor tan perfecto.
Luego de una excursión de varios días, mis primeras noches en una tienda de campaña, el festival internacional del folclor de Siberia, shashlik marinado, mosquitos atacándonos en la taiga de Khakasia, a casi 40 grados, es tiempo de volver.
Igor tendrá unos 50 años; su hija Lena, 23. Son nuestros compañeros de viaje, expertos en armar y desarmar una carpa, prender el fuego y cocinar unas papas en las cenizas (aunque esta es más bien la especialidad de Misha), hervir el agua para beber el té por la mañana y la noche en una olla negra de hollín que se calienta en nuestra fogata. Leen sin problema los mapas de las carreteras, son capaces de encontrar hasta el punto más remoto entre tantas líneas. Son la pareja perfecta en su Nissan 4x4 de volante a la derecha.
Entre siestas esporádicas, sueños cortados por un sacudón en la carretera, conversaciones en ruso de las que no participo, mientras Misha ve por la ventana (aunque su mirada está perdida) envuelto él también en una serie de recuerdos de los que no formo parte, recuerdo una historia bellísima, que me la contaron esta mañana.
Para refrescarnos un poco, habíamos parado en el Mar de Krasnoyarsk, así se lo llama aunque es en realidad un lago artificial creado por consecuencia de la represa hidroeléctrica. Sentadas en una roca, al terminar nuestro improvisado almuerzo, Lena me pregunta, de pronto, por qué decidí hacer un documental sobre mi abuelo, precisamente.
Días atrás habíamos hablado sobre nuestros estudios, nuestras carreras, quién sabe más bien por cortesía demostramos interés la una por la otra, pero la conversación no fue más allá. Quizás por eso no me esperaba tal pregunta, al menos no en ese momento. Tras un pequeño silencio, en el que vuelve a mí la imagen añorada de mi querido Papillito, enciendo un cigarrillo y aspiro una larga calada, preparándome para el que tenía que ser un momento solemne.
Le hablo entonces de la generosidad de mi abuelo, de sus hazañas de juventud, de su lucha constante, de mis recuerdos de infancia. Lena sonríe, me mira profundamente y descubro que sus ojos son verdes, como lo es todo este día, y me doy cuenta por fin de que es una mujer hermosa y enormemente sensible.
Con su inglés limitado, con ese acento tan ruso, con pausas en las que le pregunta a Misha cómo se dice una palabra en inglés, o le pide que me traduzca algo que no logra decirme, añadiéndole así algo de suspenso y tornándola sin duda más interesante, Lena me cuenta su historia.
Tenía unos 15 años, todavía estaba en el colegio. Un grupo de alumnos había sido seleccionado para realizar una visita a Moscú. Al cabo de una semana de viaje en tren, finalmente verían con sus propios ojos lo que siempre estudiaron: la Plaza Roja, el Kremlin, el mausoleo de Lenin, las calles de Tolstoi y Dostoievski, la catedral de San Basilio, el Bolshoi... Pero en este viaje, Lena tenía algo más importante que ver.
Cuando era todavía una niña, su abuelo le había regalado unas cartillas con célebres pinturas que estaban expuestas en el Museo Pushkin. Quince años atrás, Lena veía a sus abuelos a menudo, o al menos cada verano. No era difícil para su familia volar unas cuantas horas con destino a la pequeña ciudad de la Rusia central donde sus abuelos vivían, o para estos visitar a sus nietos en la ciudad siberiana. Pero con el tiempo, la salud de los abuelos se fue deteriorando y la economía familiar se tornó más difícil, influida seguramente por el final de la era soviética, pues como Lena nos cuenta, el precio de los billetes de avión se disparó en ese momento. El tiempo tampoco permitía viajes de semanas en tren y así el contacto se fue difuminando y la relación se convirtió en cartas, en llamadas esporádicas y en el recuerdo de un abuelo que coleccionaba las cartillas del Pushkin.
Durante todos los días del viaje, en el transiberiano, Lena miró esas cartillas impaciente por encontrar al fin a los originales en su verdadera magnitud. Y llegó el momento, la mañana antes de tomar el tren nocturno y regresar a Siberia. Entonces Lena descubrió que la vida da señales. Les dijo a sus amigas que volvería, que tomaría el tren de regreso con el grupo y que no se preocuparan por ella.
Tres horas de tren la llevarían a casa de sus abuelos, más tres horas de regreso: tenía tiempo. Entonces Lena fue a la estación. Para su sorpresa, había dos ciudades con el mismo nombre, dos estaciones acaso, diferenciadas por un número o las letras A o B al final, no lo recuerdo bien.
En fin, guiada por su instinto, Lena compró un billete de ida y vuelta y su instinto la acompañó bien, pues tan solo al bajar reconoció la placita del pueblo de sus abuelos. Solamente en ese momento recordó que era fin de semana. Sus abuelos, como muchísima gente en Rusia, reservaban el fin de semana para ir a la dacha, una pequeña cabaña de madera con un huerto en el que cultivan fresas, mortiños y una gran variedad de frutos del bosque que seguramente no tienen un nombre en español.
Desanimada, tomó el bus no muy segura tampoco de que sería la línea adecuada, pues no recordaba el nombre de la calle, apenas el camino que solía tomar con sus abuelos hace ya tanto tiempo. Pero sí, fue la correcta, y esforzando la memoria llegó al hogar de sus abuelos. Las luces estaban apagadas, no había rastro de gente en casa. Lena tocó la puerta, tocó y tocó. Su abuelo la abrió aunque le tomó un momento. Apenas había vuelto de la dacha, tenía una corazonada. La abuela volvería después.
Por mi propia experiencia conozco la alegría de reencontrarme con mi abuelo. Y por las lágrimas de él, que no es un hombre que llore a menudo, sé que su dicha es quién sabe aún mayor. Por eso no me cuesta imaginar el encuentro de Lena con su abuelo, el abrazo tan sentido y las lágrimas tímidas en el rostro de los dos.
Lena apenas tuvo tiempo de hablar con su abuelo, de preguntarle cómo estaba, de describirle los cuadros que había visto esa mañana, de contarle de su viaje, quién sabe pocos minutos para tomar un té.
Era ya la tarde y su tren la esperaba en Moscú. Lena se despidió del abuelo y él, todavía sin asimilar esa visita inesperada, le dijo: "¿Cómo sabré al despertarme que verte no fue un sueño?" "Toma esta cartilla", le respondió ella "y mañana cuando la mires sabrás que fue verdad".
Esa fue la última vez que Lena vio a su abuelo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
4 comentarios:
Gracias por la historia María, siempre es grato recibir tus escritos. Por esa forma que tienes para mostrar un espacio desconocido (al menos para mí sí) y conjugarlo con una historia, que siempre termina dejándome una reflexión sobre la vida. Esta vez es esa relación estrecha de abuel@s y niet@s, creo que el pretexto da para una larga charla acerca de esas relaciones, no crees?, te mando muchos abrazos para ti y para Misha. Espero tenerte pronto por aquí.Zulma
La última vez que vi a mi abuelo tenía los ojos cerrados, él estaba cansado y se iba muriendo de amor (mi Abuela habia muerto pocos meses atrás).
Me paré frente a él y miré sus ojos cerrados mientras me dijo: ya me voy Sabel, a verle a la Charito y le dije, antes de que abra los ojos: Cuando le vea cuentelé que estoy esperando un hijo. Mi abuelo abrió los ojos, me vio con una mirada transparente y me dijo: Él es mi nieto, de verdad es mío y se recostó en la cama con los ojos cerrados de nuevo.
Tres semanas después mezclabamos sus cenizas con las de mi abuela debajo de una gran arbol de guabas, y yo llevaba en mi barriga a su verdadero (bis)nieto.
A mi abuelo lo tuve cerca muy pocas veces ya que viviamos en paises distintos, pero esas veces cuando estuvimos juntos, esos momentos eran intensos, a pesar de sus dolores por la enfermedad que tenia, siempre tenia una sonrisa y nos daba un abrazo de 1 segundo, pero para mi, ese abrazo era eterno; todavia siento ese abrazo...
Gracias Mari por recordar a la familia.
Janisa
Mis amigas queridas, sus comentarios, los recuerdos de sus abuelos y la sinceridad con que los comparten me llegan muy pero muy profundamente...
Muchas gracias y un fuerte abrazo!
Publicar un comentario