jueves, abril 15, 2010

Estambul en la primavera del corazón (reloaded)


Volví a leer la versión de abajo y me parece muy larga. Me quedo con la de la Diners que tiene más ritmo. Esta es una mezcla para a lo mejor ya quedarme contenta con el relato de este viaje decisivo que hicimos hace un año.

Enfrentamos un momento difícil. Las cosas no han salido como lo habíamos esperado. Una mezcla de tristeza, decepción y cansancio irrumpe en la vida de pareja. Tal vez sea el momento de aplicar un poco de autoindulgencia, canjear algunas millas y salir en busca de otros vientos. Sin casi haberlo pensado, un correo electrónico confirma que no hay vuelta atrás: la reservación de dos pasajes a Estambul fue satisfactoria y la transacción no permite reembolso. Tras el impulso, no queda más que preparar el viaje: comprar una guía, encontrar un hotel, contactar a viejos amigos y empacar ropa más ligera a la espera de que el calor ya haya llegado a Turquía.
Llegamos un sábado por la tarde. El taxi apesta a cigarrillo. Abro entonces la ventana y siento que aún hace frío. La primavera recién ha empezado y a cada paso lamento haber dejado mi abrigo en casa.
Nos hospedamos en el tradicional barrio de Sultanahmet en una casona de inicios de siglo convertida en hotel. Tenemos una habitación cómoda y espaciosa, con un bonito parquet que da cuenta del tiempo pasado. El techo es alto, la lencería huele a limpio y desde la ventana se divisa, a pocos metros, la pavorosa cárcel que sirvió de locación para El expreso de Media Noche, convertida hoy en el exclusivo Four Seasons.
La mañana siguiente, antes del amanecer, el muecín nos despierta con la llamada a la oración (adhan) que en el Islam se repite cinco veces al día. Pero bajo las sábanas y todavía entre sueños, el adhan de la mañana tiene un efecto más poderoso. “Allahu Akbar, Allahu Akbar… Ash-haduallah ilaha illallah…” No sé si es un canto o un rezo. En todo caso es bello y misterioso, aunque he de reconocer que en la oscuridad me provoca un poco de miedo.
Subimos al último piso a tomar el desayuno, que es más bien pobre y repetitivo. Sin embargo, desde la terraza, se vislumbra un panorama espectacular, por un lado el Mar de Mármara y los barcos que lo navegan y por otro, muy cerca, la Mezquita Azul frente a la Santa Sofía: dos íconos de la ciudad enfrentados a través de los siglos. ¡Es un panorama espectacular y hacia él vamos!

Estambul tiene alrededor de 3000 mezquitas. Una de las más conocidas es la del Sultán Ahmed, construida a inicios del siglo XVII, también llamada Mezquita Azul por el color de los azulejos que embellecen su interior. Separada por un gran jardín está la Hagia Sophia, una de las obras cumbres de la arquitectura bizantina, que desde el siglo VI y durante mil años sirvió como templo cristiano hasta ser convertida en mezquita tras la toma de Constantinopla.
Otra bella y enorme mezquita es Süleymaniye, sentada imponente en una colina, observando a la ciudad. Fue comisionada por Solimán el Magnífico en el siglo XVI como parte de un engranaje que incluía hospital, biblioteca, madraza, hammam, mercado y hospicio. No muy lejos, en Eminönü, está la enigmática mezquita de Rüstem Pasha, perdida entre las callejuelas del mercado de los tejedores. Unas pequeñas gradas casi escondidas dan paso a una terraza elevada que revela una mezquita maravillosa con los más bellos azulejos de motivos florales y geométricos. Me enamoro de la Pequeña Hagia Sophia –la antigua iglesia ortodoxa de San Sergio y San Baco– convertida en mezquita durante el imperio otomano y que, corre el rumor, fue el modelo en el que se basaron para construir la Santa Sofía. Coincide nuestra visita con un momento de calma y por varios minutos somos los únicos en ese edificio que emana paz y buena energía.
Si bien atesoran finas baldosas, lámparas colgantes y elaboradas alfombras, son espacios donde se reúne la gente para profesar su religión, donde los fieles entran con los pies lavados y la cabeza cubierta en señal de respeto a Dios. Cómo no confrontar la modestia, el fervor, la paz del espíritu y la pobreza material de muchos de los devotos que cumplen a todo trance los preceptos del Islam, con la majestuosa perfección de esas mezquitas ornamentadas, lujosas e imponentes. Pero si bien es cierto que la belleza repara la moral herida –y en cada mezquita hay mucha– es en la fe del prójimo que mi ánimo quebrantado encuentra su cura.
Todos los días pasamos por Divan Yolu Caddesi. La misma vía que unía a Roma y Constantinopla es ahora la avenida principal de Sultanahmet. La atraviesa el tranvía y por allí circulan trabajadores, mercaderes y una infinidad de turistas del mundo entero. A cada lado se divisan puestos de koftas, tiendas de souvenirs, joyerías y cafés. La vitrina de Çiğdem Pastanesi seduce nuestros ojos: refinados y diminutos dulces árabes bañados con miel de azahares y repletos de nueces y pistachos compiten con las delicias de la pastelería europea. No lo podemos evitar: cada día nos damos modos para hacer allí la sobremesa, rodeados de una selección de pastas y un café turco para no empalagarnos.
Muy cerca está el palacio de Topkapi, un ostentoso entramado de 700,000 km2 compuesto de edificios, patios y jardines y que desde 1465 hasta 1853 fue el centro administrativo del Imperio Otomano y la residencia de los sultanes, sus familias y su séquito. Cientos de visitantes abarrotan el lugar y fotografían con cámaras y celulares todo lo que encuentran a su paso. El recorrido por el Harem es una experiencia en si misma, así como escuchar versos del Corán recitados en vivo en su bellísima mezquita. Hemos pasado la mañana frente a una colección de tesoros que incluye enormes diamantes, esmeraldas y rubíes, las ropas del Sultán, sables, manuscritos, bellas inscripciones de caligrafía árabe, pelos de la barba de Mahoma ¡y hasta un relicario con su diente! Pero en la calles todavía queda mucha pobreza.
Parece que esa noche se cumplirá mi sueño de ver a los derviches giradores o mevlevíes. Tenemos la suerte de encontrar un centro cultural, Les Arts Turcs, donde organizan visitas guiadas a un tekke verídico y no a un show para turistas. Un tekke es un centro de reunión y retiro en el que se celebran rituales sufíes. El sufismo, que más que una religión es una filosofía, basa sus preceptos en dos virtudes iguales: transparencia y tolerancia.
Somos un grupo numeroso. Dejamos nuestros zapatos, las mujeres nos cubrimos el cabello y uno de los discípulos nos da la bienvenida. Finalmente pasamos a la sala donde los derviches girarán. Los hombres ocupan un espacio, las mujeres otro. En el segundo piso hay un balcón donde se sientan los fieles. Empieza el ritual. Uno a uno desfilan unos diez mevlevíes, de mayor a menor. Vienen ataviados con sus trajes blancos, la túnica negra que simboliza el sepulcro, la cabeza cubierta con un sombrero cónico que representa la piedra tumbal de su ego. Cuando el manto cae, escapan de las cadenas terrestres y de la gravedad mortal. Poco a poco empiezan a girar al ritmo de flautas, cuerdas y cantos. La palma de la mano derecha apunta hacia arriba, la de la izquierda hacia abajo. Con la derecha reciben de Dios y con la izquierda transmiten a la humanidad esta gracia divina. El mevleví es el intermediario que al dar vueltas lentamente imita a una constelación de estrellas y alcanza el éxtasis espiritual.
Mis piernas empiezan a dormirse. Estamos tan apiñadas que apenas puedo cambiar de posición. Siento agujas en las plantas de los pies y si quiero soportar dos horas sin moverme, yo también deberé alcanzar cierto nivel meditativo. Poco a poco me contagio de la intensidad del repetitivo girar de los derviches y mi imaginación empieza a volar. Uno de ellos me atrae. Será la oscuridad de sus ojos, su transe, su virilidad. ¿Qué hará este hombre en un día normal? ¿Cuáles serán las reglas de su casa? ¿Cómo será la relación con su mujer?
La velada concluye y de pronto estamos en una calle un poco sucia y descuidada. Y aunque no tengo idea donde estoy, durante los cinco minutos de caminata hacia el furgón que nos llevará de vuelta, me siento en casa.
Menos espiritual y profunda es la procesión al bazar que empieza en el mercado de especias, la tienda de ‘Afrodisíacos del Sultán’ con sus aceites de sándalo, puestos de tés, condimentos, dulces y café. Poco a poco nos vamos introduciendo por unas callejuelas sucias, bulliciosas y transitadas hasta terminar en el Grand Bazaar. Es uno de los mercados cubiertos más grandes del mundo, con 58 calles, más de 4000 tiendas divididas según su especialidad: cueros, alfombras, lámparas, joyas… Y aunque se me van los ojos con cierta mercancía, lo rico allí es la dinámica de hacer negocios y los vasos de té que van y vienen hasta transar. ¿Qué es lo que encuentro en este lado del mundo que me hace sentir tan bien?
Tengo claro que no dejaré Estambul sin probar sus baños turcos. La experiencia tiene su clímax al caer la tarde, después de ese recorrido alucinante por las callejuelas del bazar. Llegamos a Cemberlitas, uno de los más famosos hammams de la ciudad, construido a fines del siglo XVI. Es una maravillosa construcción ejecutada en tiempos en que la rigurosa higiene personal que establece el Islam no podía, para el común de los mortales, alcanzarse en casa. Así, hombres y mujeres, por separado obviamente, asistían a la ceremonia semanal del hamman para quedar limpios y purificados. La limpieza del cuerpo era entonces un ritual del que también se nutría el espíritu. Y no ha dejado de serlo.
En Cemberlitas, como en la mayoría de baños turcos, los hombres tienen su espacio y las mujeres otro. Hay turistas que lamentan no poder tomar el baño con su pareja pero para mí, tras días intensivos de turismo de a dos, la posibilidad de disfrutar de un momento conmigo misma y relajarme en solitario es más bien una ocasión especial.
El vapor empaña los cristales de mis lentes. Entiendo que será mejor dejarlos en el casillero y volver al salón sola con mis seis dioptrías de astigmatismo. Ese panorama borroso se contagia de la energía que allí circula y que se ha ido transformando a través de las centurias. No parece real. Me doy cuenta entonces que he pagado mucho dinero para ver uno de los tesoros de Constantinopla pero solo recordaré el olor, la sensación térmica, el eco del agua que cae, las manos de la masajista sobre mis piernas agotadas. Los detalles de las bóvedas y los arcos, las vetas del mármol, las inscripciones en las columnas y los cuerpos de las bañistas son solo formas vagas ante mis ojos nublados. Me acuesto en la plataforma redonda de piedra caliente y dejo a mi cuerpo perspirar. Sola, con los ojos cerrados, siento que desde el techo caen gotas del vapor condensado sobre mi cara. Tal vez son lágrimas, no lo sé. Simplemente advierto que este viaje me está curando. Y así como mi cuerpo se ha ido calentando, mi corazón también ya se siente redimido.
No recuerdo cuándo fue la última vez que mi mamá me bañó y pienso ahora que el día en que uno puede entrar solo a la ducha, jabonarse todo el cuerpo, no olvidar ninguna parte y enjuagarse bien el champú, es el mismo día en que empieza el camino hacia la independencia. Siento algo muy extraño entonces cuando una decena de mujeres gordas se pasean topless, con las tetas caídas, bañando una a una a las clientes del hammam. Treinta años más tarde me acoge en su regazo una matrona algo tosca. Su presencia me intimida pero ella, con toda la naturalidad, me frota con una luffa cubierta de la más perfumada espuma: las piernas, los brazos, la espalda, el vientre, los pies y los senos. Me lava luego el cabello con un champú fragante como las rosas silvestres. Por un buen tiempo me acompaña ese olor y la extraña sensación de aquel momento freudiano en el que vuelvo a mi madre. Han pasado más de dos horas y tengo la impresión de que pude haber estado ahí, disfrutando de ese placer húmedo y perfumado, por el resto de la noche.
La mañana siguiente el tranvía nos lleva hasta Karaköy. Quedan atrás los palacios y las instituciones seculares del Imperio Otomano mientras nos adentramos en nuevos distritos. Allí está el puente Gálata y cruzarlo, al menos desde lo simbólico, significa caminar por la línea donde se funden dos mundos. Está lleno de autos, caminantes que pasean por la pasarela peatonal, pescadores con sus cañas introducidas en el Cuerno de Oro. Estamos en el distrito de Beyoğlu, el alma de la ciudad. Allí uno no puede perderse el Istanbul Modern, una antigua bodega naval convertida hace pocos años en un interesantísimo albergue de arte contemporáneo, ni la torre de Gálata que ofrece una majestuosa vista de la ciudad.
Muy cerca están las hermosas gradas de Camondo, además de iglesias y varias sinagogas donde a lo mejor, con un poco de suerte, se puede escuchar a un judío sefardí anciano hablar ladino.
En İstiklal Caddesi, la avenida más importante de Estambul, somos uno más entre los tres millones de personas que se pasean allí en un día de fin de semana. Un sentimiento de libertad me acompaña. Apenas llueve y, sin paraguas, las gotas de agua sientan bien. Elegantes tiendas, librerías, cafés, pastelerías y locales abiertos hasta tarde, el pasaje de las flores, bellas construcciones del siglo XIX, el mercado del pescado y sus animados restaurantes se extienden desde Tünel hasta la plaza de Taksim. Dicen que todo comienza y termina allí y eso lo comprobamos en Badehane, un local pequeñito con aire bohemio en una calle cercana, donde una orquesta gitana hace de las suyas. No depende de mí. Los pies no pueden resistirse...
Es que la música –y el sonido– de Estambul es un capítulo aparte. La escena musical contemporánea abarca géneros muy distintos pero lo interesante es que de alguna manera todos, o casi todos, reconocen sus raíces y la herencia del sincretismo cultural. Desde la mítica voz de Orhan Gencebay y los acordes arabescos de su baglama, la emoción balcánica del clarinete de Selim Sesler, el ecléctico folk-rock de Kazim Koyuncu hasta el ‘dub oriental’ de Baba Zula, intento comprender cómo júbilo y nostalgia pueden animar la misma fiesta, cómo la interculturalidad deviene en identidad, cómo las formas más diversas pueden combinarse con tanta gracia y cómo la tristeza puede invitarte a bailar.
Es viernes, el día sagrado del Islam, aunque laborable en Turquía. Decidimos alejarnos de las zonas más turísticas y tomamos un bus que nos dejará en Ortaköy. Parece una ciudad en miniatura, con una mezquita preciosa y ornamentada, construida con piedra blanca a orillas del Bósforo. Apenas pasado el mediodía el muecín nos indica que es la hora de orar. Me saco los zapatos, me cubro el rostro y entro al templo. Observo el rezo de los fieles y aunque no comparto sus creencias celebro que en el mundo todavía haya fe. Sin embargo, me siento una intrusa y necesito salir. Los fieles siguen llegando y cuál es mi sorpresa cuando me encuentro con el mevleví del lunes por la noche. Es un cruce de miradas violento, pues él entra apresurado a la mezquita. Ya tengo más elementos para crear un personaje entorno a él. Ahora sé donde vive y cómo viste cuando no está girando. Me sigue fascinando su presencia, la verdad de su mirada y su enigmática existencia que no he podido dejar de suponer; tal vez porque fantaseo sobre cómo sería mi propia vida en diferentes escenarios o porque, si las vidas pasadas existen, hubo algo que me conectó con él.
La mañana amanece soleada. Para despedirnos tomamos un barco que nos llevará por el Bósforo hasta el Mar Negro. ¡Es un día precioso! Desde la cubierta vemos mezquitas, palacios, puentes, hoteles, los chalés de verano de los ricos de Estambul cuyas fachadas de madera parecen de encaje.
Una hora y media más tarde llegamos a Anadolu Kavagi, un pequeño pueblo pesquero en el lado asiático del Bósforo emplazado en las faldas de una pequeña colina donde se yerguen las ruinas del castillo bizantino de Yoros. En la cumbre se revela el momento en que el agua comprimida en el estrecho se libera en el mar. La vista nos arrebata y no podemos parar de contemplarla.
Al regresar paramos en un restaurante que nos ofrece la mejor comida de la semana: dorado a la plancha, mejillones rellenos, calamares fritos y verduras frescas servidos con la calidez a la que nos han acostumbrado los turcos en estas cortas vacaciones.
En el trayecto de regreso el movimiento de la embarcación sobre el agua y el sonido del motor que se mezcla con el graznido de las gaviotas me van atormentando. Sin darme cuenta me he quedado dormida mientras el sol acaricia mi rostro a través de la ventana. En tan solo ocho días el frío se ha convertido en lluvia y de la lluvia han nacido unos brillantes rayos de sol. También mi alma está caliente de nuevo. Es hora de volver a casa.

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