martes, octubre 14, 2008

'Si me olvidara de ti, Jerusalén…'





La fragancia del cardamomo, el za'atar y la mezcla de especias se funde con el olor añejo de las kafiyas que cuelgan de los escaparates abiertos. Un olor dulzón bañado con miel de azahares, un toquecito de humedad, por ahí algo de menta: un recuerdo olfativo que no se borra. Es verano. El sol pega fuerte y la temperatura, incluso a la sombra, puede superar los 40 grados. Sin embargo, la sensación térmica es agradable cuando se camina por los pasadizos techados del mercado árabe en la amurallada ciudad vieja de Jerusalén.

– Welcome, madam, come visit my shop!
– … come visit my shop!, come visit my shop!,…
La frase continúa como un eco al que acompañan ofertas más originales; “200% de descuento”, ofrece un mercader.
– Where from? Italia? España?
Y tras mi respuesta, continúa:
– ¡Ah, Ecuador!” “¡Diez shekels, diez shekels!”
y apunta a los rosarios de madera de olivo que, luego me enteraré, los fabrican en China.
Joyas, alfombras, tableros de backgammon con engastes de madreperla, laúdes, sandalias hechas a mano, cerámica armenia de Jerusalén y, alejándose de los turistas, cerca de la puerta de Damasco, hierbas frescas, dulces árabes, bloques de halva (délicatesse del Medio Oriente hecha con pasta de sésamo, endulzada con miel y en el mejor de los casos rellena de pistachos), piernas de cordero expeliendo su olor a crudo, verduras y frutas frescas de colores brillantes: hay espacio para todo en ese oasis del libre mercado, el acoso, el sobreprecio inicial y el consecuente regateo que dan vida al shouk del barrio musulmán.
Las mismas callejuelas atiborradas de almacenes conducen a varios sitios sagrados del cristianismo. A pesar de su nombre, en el Muslim Quarter (los otros tres ‘cuartos’ son el judío, el cristiano y el armenio) están la iglesia del Ecce Homo, la mayor parte de la Vía Dolorosa y las estaciones del Via Crucis.
De vez en cuando, uno que otro judío ultraortodoxo camina de prisa por las angostas callecitas empedradas. Los tirabuzones ensortijados, generalmente la barba, la levita negra, la kipá, el sombrero y unas piolitas blancas que cuelgan de sus pantalones los ponen en evidencia.
Es que, a pesar de que han habitado el barrio musulmán por décadas, parece ser que cada vez más judíos jaredíes han decido irse a vivir allí, lo que para algunos –árabes, gentiles e incluso judíos– constituye una absoluta provocación. Y así, de vez en cuando, se escucha que un ultraortodoxo ha sido acuchillado por algún extremista palestino al salir de la Yeshivá, el centro de estudios de la Torá, el Talmud y la Halajá al que dedican su vida.
De todo esto parecen bastante ajenos los religiosos cristianos, de distintas órdenes, que también habitan la ciudad vieja en infinidad de monasterios.
Custodian la Basílica del Santo Sepulcro los Armenios y su Patriarcado, Ortodoxos Griegos y Católicos Franciscanos. La oscuridad, las caras largas y fantasmales de algunos monjes, la procesión de las comunidades con sus ritos anacrónicos y cantos en lenguas muertas, el olor a cirio y a incienso me provocan una sensación terrorífica.
Los Coptos Egipcios también están representados en este, el lugar más santo del Cristianismo, que hasta el techo lo tiene ocupado. Se trata del inquietante monasterio de Deir es-Sultan, sede de la Iglesia Ortodoxa Etíope: una diminuta aldea africana con pocas chozas de barro amontonadas, tan bajas que no se puede entrar sin agachar la cabeza; monjes vestidos de negro, mujeres cubiertas con sus mantos blancos de algodón; la expresión más sutil de la modestia.
El judaísmo tiene también en Jerusalén su lugar más sagrado, el Monte del Templo. Allí está el Muro de las Lamentaciones, la pared occidental que quedó del Segundo Templo, destruido por los romanos en el 70 d. C.
Todos los días los judíos –ultraortodoxos especialmente– realizan sus plegarias mirando al muro. Lamentan la destrucción de la ciudad y la dispersión del pueblo hebreo. Por eso van vestidos de negro, porque conservan el duelo.
Del otro lado está el Domo de la Roca, uno de los más bellos templos religiosos del mundo, la marca de Jerusalén y el tercer lugar más sacro del Islam. Según su fe, la roca que se encuentra en el centro de la cúpula es el punto desde el cual Mahoma ascendió a los cielos para reunirse con Alá, acompañado por el ángel Gabriel.
Hace tres años dejé Jerusalén luego de vivir ahí, entre saltos y brincos, por más de un año. No pasa ni un día sin que me acuerde de ella. Los sábados, luego de almorzar, teníamos la costumbre de caminar por unos 40 minutos hasta llegar a la puerta de Jaffa e introducirnos en un mundo totalmente distinto al de nuestra vida laica.
Una de esas tardes la pasamos en casa de los familiares de Abu Bassem (un fallecido pacifista y vendedor de humus) a quienes conocimos luego del estreno de un documental que contaba su historia. Cuando me acerque a felicitar a la sobrina y le pregunté si la familia había heredado el negocio porque me había quedado con las ganas de probar su ponderada pasta de garbanzos, Sabrin organizó a la familia y nos invitaron a una comida en su casa.
Fue así que esa tarde, en su minúscula vivienda en la ciudad vieja, hicieron gala de la hospitalidad árabe. El jefe del hogar nos recibió muy atento, mientras su mujer terminaba de orar inclinada sobre una pequeña alfombra.
Y así, más allá de contarles un poco de nosotros, de lo que nos había llevado hasta allá y de disfrutar un interminable banquete de platos típicos, terminamos hablando de la política israelí, de la tragedia palestina, de la responsabilidad de la comunidad internacional y más que hablar, diría yo, lo que hicimos fue escuchar un monólogo apasionado y a ratos quejumbroso sobre la vida cotidiana cuando se vive bajo la ocupación.
La tarde se convirtió en una noche lluviosa de invierno. Los callejones coloridos y bulliciosos ahora solo exhibían grandes portones cerrados, oscuridad, silencio, pilas de deshechos arrimadas a las esquinas y uno que otro soldado en guardia.
“Pagamos los impuestos pero los israelíes no recogen nuestra basura”, nos habían dicho esa tarde. Y no era cuento. Ahora, años más tarde, volví a notar el abandono de las autoridades tanto en el barrio musulmán como en Jerusalén Este, el territorio árabe de la ciudad.
No obstante, este verano sentí un ambiente mucho más relajado, percibí menor rigor en los controles de seguridad, vi muchas más mujeres cubiertas con el velo islámico sentadas con sus libros en los jardines de la Universidad Hebrea en Ramat Gan. Había más calma en Israel.
¿Sería esa calma una tregua? ¿O es que aquel muro deprimente, que se divisa desde algunos puntos de la ciudad y que separa a Israel de Cisjordania –para controlar el terrorismo según unos, para separarlos aún más según otros– estaba dando resultados?
Lo cierto es que el 2 de julio la aparente calma se desplomó. En un horroroso atentado, además de inédito en su forma, un trabajador palestino residente en Jerusalén embistió varios carros, taxis y autobuses montado en una excavadora; hirió a unas 25 personas y se llevó con él la vida de tres civiles. Pocas semanas más tarde se repitió la escena, dejando muertes en un lado y consecuencias graves para los palestinos con permiso de trabajar en la Jerusalén hebrea, que ahora deberán enfrentarse a más controles, más prejuicios, más desempleo.
Días después del incidente, caminábamos por la bohemia Colonia Alemana un palestino, un israelí, un ruso, un alemán y yo. Aunque el inglés no era la lengua materna de ninguno, era la única que nos unía y en ella hablábamos de la delicada acepción de la palabra ‘terrorista’ y de cómo algunos de los guerrilleros de otros tiempos son los héroes hoy en día. Uno acotó:
– Begin, por ejemplo, era considerado un terrorista.
Y de la nada salió una mujer entrada en los sesentas, con sus cabellos de un burdeos encendido, que en un tono conciliador quería recordarnos un poco de historia al defender al sionismo de Menachem Begin (quien llegó a ser Primer Ministro en Israel e incluso recibió el Premio Nobel de la Paz).
– Disculpen. Escuché lo que estaban diciendo, pero para ser terrorista hay que atacar a la población civil y eso jamás hizo Begin.
– Pero señora, en los tiempos del Mandato Británico él fue responsable de la explosión del Hotel King David, donde murieron casi cien personas...
En Jerusalén lo político es lo cotidiano y para la gente común discrepar es el pan de cada día. Se discute mucho, por cualquier cosa, ya sea en defensa o en repudio a los asentamientos, a favor o en contra de tal o cual medida gubernamental, por la religión, por un espacio en el bus. La gente no tiene reparo en dar pie a una conversación o interrumpir la ajena.
Pero si algo me sorprendió fue el boom de la construcción que vive la ciudad. Jerusalén está llena de grúas y en diferentes estadios de desarrollo se encuentran soluciones habitacionales de lujo para nuevos emigrantes que, acogiéndose a la ley del retorno, van con mucho dinero a hacer la aliyá en Israel; el polémico asentamiento de Har Homa que crece a pasos agigantados; hoteles de primera como The Palace Jerusalem al que la Hilton ha decidido otorgarle el sello The Waldorf=Astoria Collection, o un gran puente colgante diseñado nada menos que por el valenciano Santiago Calatrava, que servirá de paso al tranvía que cruzará la ciudad en 2010.
Eso sí, todas, absolutamente todas los edificaciones, son del mismo color y textura. Una regulación municipal vigente desde el Mandato Británico establece que cada fachada de un edificio debe ser recubierta con piedra caliza de la región. Es así que Jerusalén es toda de un color arena que se expande hacia el aire y el cielo cuando sopla el hamsin. Y como no hay luz en todo el mundo tan bella y ambarina como la que cubre a la ciudad santa, contemplar su reflejo en la piedra es algo sobrecogedor.
Justamente era eso lo que hacía, mientras disfrutaba del calor sosegado de las 5 de la tarde, sentada en los jardines de la Cinemateca. Dos hombres se sentaron cerca. Y el uno le dijo al otro, en español, que aprovecharía el sol y tomaría una siesta.
–¿De dónde son? –pregunté–.
Cubano, el uno, israelí, el otro. Ciudadanos universales que habían circulado por el mundo en calidad de funcionarios de organismos internacionales y que compartían su jubilación en las salas de cine de Jerusalén, Roma y París, colmando su mayor pasión: las películas. Uno de ellos, el judío Reinhard Yoav Freiberg, entre otras misiones, había dirigido la Organización de Tarjetas de Saludo de UNICEF (aquellas que todos hemos mandado o recibido alguna vez en Navidad). De cabellos blancos, pequeño, sereno, me recordó a Amos Oz –mi escritor favorito– e inmediatamente me cayó bien.
El doctor Freiberg resultó ser un hombre docto y progresista que aclaró muchas de mis dudas sobre el judaísmo, por ejemplo que si este se trasmite por la vía materna es en breve porque, como dice el refrán, ”los hijos de mis hijas mis nietos serán, los hijos de mis hijos en duda estarán”.
–Lo cual, con la posibilidad actual de determinar el ADN, ya no tiene sentido –sentenció con la expresión de quien destapa una obviedad–.
–¿Es cierto que muchos de los inmigrantes rusos que llegaron a Israel en realidad no son judíos sino que llegaron a Israel para buscar un mejor futuro?
–Puede ser. Alrededor de 300 000 inmigrantes de las ex repúblicas soviéticas no han sido reconocidos por la Rabanut, lo cual les pone en una situación difícil porque no pueden disfrutar de ciertos derechos. En Israel no existe el matrimonio civil, por ejemplo. Es por esto que muchas parejas no creyentes, que no quieren que un rabino las case, realizan su matrimonio civil en Chipre.
El Rabinato Central de Israel (Rabanut Ha Rashit) está en manos del judaísmo ortodoxo que tiene el completo monopolio sobre la legislación marital y de divorcio de todos los judíos israelíes, entre muchos otros dominios. Sin embargo, contando solo a los judíos, en Israel conviven ultra-ortodoxos, ortodoxos, observantes, seculares; ashkenazíes, sefardíes, mizrajíes y falashas; de origen ruso, marroquí, estadounidense, argentino, alemán, iraquí, etíope; sin considerar sus distintas filiaciones políticas y religiosas que transitan por un grande espectro. Es así que la convivencia, por simples razones, no es fácil.
En Israel se hablan muchos idiomas y Freiberg me explica que si su hebreo es tan poco pulido, es porque no lo ha necesitado para realizar su trabajo o su vida cotidiana.
–No así los etíopes, quienes tienen la desventaja de venir con muy poca preparación por lo que les resulta más difícil encontrar trabajo y apenas llegan a Israel aprenden el hebreo a la perfección. Es una comunidad que vive en la pobreza.
–Como los ultra-ortodoxos ¿no?
–Bueno, algunos. Es que no tienen ingresos propios, sus familias son muy numerosas y los hombres apenas trabajan pues la mayor parte del tiempo la dedican al estudio de la Torá.
–Pero ellos reciben dinero del estado…
–Sí –alza los párpados y tuerce la boca, como cuando ya no hay remedio– y algunos creemos que es demasiado.
La mayoría vive en el barrio de Mea Shearim, el enclave de la ortodoxia judía en Jerusalén. Allí las calles guardan un sabor a gueto de la Europa del Este. Las paredes de piedra han tomado un color gris. Están llenas de carteles, los pashkeviln, que estimulan a los transeúntes a andar por la senda del bien.
Las mujeres, con la cabeza cubierta, caminan con su retahíla de hijos: el más pequeño en coche y detrás de ellas una fila de infantes de todos los tamaños. Si Dios las ha bendecido lo suficiente, puede ser que estén embarazadas. Cuando los niños crecen sus ropas pasan al menor y al menor y al menor y así sucesivamente. Viven en casas pequeñas, en una pobreza anacrónica. Esperan al Mesías y, mientras tanto, observan sus mandamientos, crecen y se multiplican.
Muy cerca de allí esta el mercado judío Mahane Yehuda, el más grande de Israel. Pequeños croissants bañados con chocolate, bourekas rellenas de queso, bagels recién horneados, aceitunas, encurtidos, pirámides de especias, escaparates de nueces y frutos secos, cestas de fresas gigantes, sandías perfectas, una impresionante gama de cítricos posible solo en Israel. Es el albergue de mis tentaciones. Pero no solo mi vista, mi olfato y mi gusto sucumben ante estos placeres. La llamada de los mercaderes ofertando sus productos, el contacto con los transeúntes que hacen su compra, la humedad bajo los arterias cubiertas del mercado complementan aquella atmósfera tan llena de vida donde la adrenalina siempre está alta, a la espera de que nada explote.
Es viernes por la tarde, los tenderos descuentan sus productos y los clientes se apresuran a hacer las últimas compras. Y en eso se escucha el sonido de las trompetas: “Shabbas, shabbas” anuncian unos cuantos utraortodoxos.
Muy pronto las tiendas cerrarán sus puertas, los restaurantes sus cocinas, los autobuses dejarán de circular y la calles se irán vaciando. Minutos antes de que el sol se ponga, las familias se reunirán y la mujer de la casa encenderá las velas. Compartirán un momento de oración antes de tener una cena festiva. La Jerusalén judía descansará hasta la noche siguiente, cuando tres estrellas en el cielo anuncien que terminó el Shabbat.
* este artículo se publica en la revista Mundo Diners de Octubre

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mujer, a mi me parece que estas lista para escribir sobre la saga de tus ancestros. Ahora que lei tu post. me doy cuenta que deberias leer "Origins", seguro te inspirara. Es la historia de dos hermanos: Botros y su hermano menor Gebrayel. El uno se queda en Libano y el otro viaja a Cuba. El libro es de Amin Malouf (traducido al ingles por Catherine Temerson. Picador)

Suerte!
G.