A propósito de Pastor Cláudio, de Beth Formaggini, filme que pasó por los 17EDOC y que estuvo en cartelera no hace mucho aquí en Brasil
Pastor Cláudio, de la experimentada realizadora Beth Formaggini, es un filme nítido y espeluznante. Muestra, en 76 minutos, una conversación entre Cláudio Guerra —exjefe de policía responsable de asesinatos, desapariciones y torturas durante la dictadura civil-militar en Brasil, hoy convertido en pastor evangélico— y el psicólogo, investigador y activista de derechos humanos, Eduardo Passos.
Colaboradora cercana de Coutinho, Formaggini parece haber heredado en Pastor Cláudio esa cualidad tan propia de la obra del realizador brasileño de existir en el límite entre lo que solemos llamar cine y lo que podría ser nada. Con un galpón por escenario, sin música, sin adornos, sin guion, cuatro cámaras fijas y absoluta asepsia en el montaje, Pastor Cláudio emplea un dispositivo aparentemente simple del que emergen contundentes revelaciones. Si el filme resulta tremendamente desestabilizador, no es tanto por lo que dice sobre un pasado cruento, como por sus consecuencias palpables hoy en día —incluso si la narrativa sobre la dictadura militar brasileña (1964-1985) no ha sido tan explorada como en los países vecinos del Cono Sur, hay algo de sus prácticas y efectos que todos sabemos—. En la película de Formaggini, lo que aturde especialmente es la lucidez con que devela cómo este sinuoso presente brasileño existe en buena medida porque la dictadura no fue extirpada de raíz.Crímenes políticos como el reciente asesinato de la concejal Marielle Franco, ejecuciones extrajudiciales como las que ella justamente denunciaba, operativos selectivos y violencia policial en las zonas más vulnerables, la intervención militar en Río de Janeiro con el supuesto fin de precautelar la seguridad, la creciente operación de milicias (es decir grupos paramilitares), dudosas alianzas entre el sector público y empresarios privados en busca de privilegios mutuos, la creciente interrupción de libertades personales y una defensa irrestricta del status quo por parte de ciertos grupos de la sociedad, muchos de ellos evangélicos como el propio alcalde carioca... La lista podría continuar ad infinitum, enumerando las herencias directas de aquel modus operandi.
La Ley de Amnistía de 1979, “cuestionable” en palabras de Formaggini, aparentemente buscaba una reconciliación y abrir las puertas a un Brasil democrático, sin embargo instauró la impunidad en un país donde 434 personas fueron asesinadas o desaparecidas por el régimen militar, según concluyó la Comisión de la Verdad de 2014. Cláudio Guerra, otrora torturador, es ahora pastor evangélico. Con la Biblia entre las manos intenta lavar su imagen; si proviene de los diezmos de los fieles, ¿quién va a poner en duda la buena fuente de su sustento?
Guerra no es un caso aislado. Él, como tantos otros, nunca fue juzgado por los crímenes cometidos y las actividades delictivas en las que se vio involucrado en sus años de servicio como delegado de policía. Con una chocante ausencia de gesto en la cara es capaz de decir cosas como: “Hoy soy leal a Dios. Solo que me metí con las personas equivocadas”, o “Tengo setenta y pocos años, una jubilación ínfima. Tendría que jubilarme como delegado. Pero mi derecho es negado”.
Abstraerse de la ecuación suele ser el camino en Brasil. En un ensayo publicado en la edición de abril de 2018 en la revista Piauí, el realizador y periodista João Moreira Salles reflexiona en torno a una serie de grafitis diseminados por las paredes cariocas con la leyenda “Não fui eu”. “Tomado por el valor nominal, ‘No fui yo’ es una afirmación de inocencia. ¿Sería ausencia de culpa o de responsabilidad?”, se pregunta. Pastor Cláudio habla también de eso: la negación no apenas como forma de eximirse del pasado, sino la forma colectiva de encarar un presente que nos devora.
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