Dice una de mis canciones favoritas que en un lugar a la vuelta de la esquina viven los amigos muertos. Esquinas así pululan en Río de Janeiro y allí se encuentran —a veces vivas, a veces muertas— esas amigas que llegaron a la ciudad caníbal envueltas en dudas pero con la convicción de vivir libremente, despojadas al fin de una virilidad tan obligada como inexistente. Juntas han vivido la supresión hormonal, los implantes de silicona en las tetas, el hábito de esconder el pene entre las piernas para enfundarse en un leotardo iridiscente. Han compartido el placer y el dolor venéreo; noches de gozo y noches de duelo. Han muerto juntas también, sea por un crimen de transfobia, un brote sifilítico o una neumonía que la seguridad pública no supo curar a tiempo. No han faltado risas, bailes y sueños. Todo, en resistencia.
Para hablar de los espacios líquidos e incontenibles de su identidad transgénero, Luana toma prestados fragmentos de Agua viva, obra cumbre e inconmensurable de Clarice Lispector. “Alcanzo lo real a través de los sueños”, o “Fijo instantes repentinos que traen consigo su propia muerte y otros nacen; fijo los instantes de metamorfosis y su secuencia y su concomitancia son de una terrible belleza”, podrían ser algunos de los extractos que resumen, quizá involuntariamente, el espíritu de una obra de extraordinaria sensibilidad y potencia artística, destinada tempranamente a convertirse en réquiem.
Mientras tanto, un clown sonámbulo y de gesto triste —especie de Cassiel en Las alas del deseo— recorre incrédulo la noche embriagada de Río de Janeiro. Extrañas contradicciones: la ciudad de cuerpos libres, carnavales desenfrenados y florestas clorofílicas donde todo parece posible, en realidad censura, segrega y mata. Hablar de Brasil así, ahora, desde la mirada íntima e insolente, es un poderoso acto de amor y urgencia.
* Texto publicado originalmente en la revista Ambulante n.º 3 (febrero, 2019).
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