viernes, enero 09, 2009

Un mes en Chicago


Misha me ha dado la buena noticia de que pasará una parte de su semestre sabático en la Universidad de Chicago y, como de costumbre, me invita a ir con él. Hace casi 10 años tomé un avión con destino a Europa. El itinerario incluía una escala en el aeropuerto O'Hare. Era diciembre, cuatro de la tarde. El cielo ya estaba negro y desde arriba se veían majestuosas las luces de los rascacielos y su reflejo en el lago Michigan. Para mí, acostumbrada a las 12 horas de luz y 12 de noche de nuestra cotidianidad ecuatorial, descubrir esa negrura vespertina fue un instante enigmático. Aunque de eso queda apenas un recuerdo borroso, lo que tuve muy claro, a partir de ese momento, fue que algún día iría a Chicago.
Yvette y Ben nos reciben en su casa. Son una pareja joven. Él es matemático, ella trabaja en una empresa de software. La casa donde viven fue alguna vez una iglesia, ha sido remozada y ahora caben en ella unos pocos apartamentos. El suyo es muy acogedor y está lleno de puertas. Siempre hay velas prendidas, difusores de aromas y una luz tamizada que se cuela por las persianas.

Viven en Bucktown, un barrio tranquilo y bonito donde las construcciones no superan los cinco pisos, muy cerca de un parque y de un pub de barrio donde todos se conocen y, los domingos, la primera ronda de cervezas es gratis. No hace falta caminar más de 15 minutos para llegar a la parada de metro más cercana, la azul Western, que se ubica en la avenida del mismo nombre. Es una vía rápida, traficada, llena de taquerías y negocios que anuncian sus productos en castellano. Chicago es así, de una cuadra a otra uno las atmósferas pueden cambiar radicalmente.
Pasada la hora pico de la mañana, para evadir el hacinamiento del transporte público, Ben y Misha se dirigen hacia Hyde Park, el barrio de la periferia donde está la Universidad de Chicago. Es una de las más prominentes del mundo, conocida entre otras cosas por su récord de premios Nobel (82 hasta el momento) y por haber contado con Barack Obama como profesor de la Escuela de Leyes por 12 años. En el centro me quedaré yo y ellos continuarán su ruta. Tomamos el tren elevado, el medio de transporte preferido por los chicaguenses que cariñosamente le han dado un diminutivo: ‘El’. A veces circula bajo tierra y la mayoría sobre las rieles que se alzan por varios sitios de la ciudad, sostenidas por pilares de hierro. Simboliza a la ciudad, a su prosperidad y al espíritu vanguardista que ha mantenido desde 1871, luego del gran incendio que la vio destruirse, pero que dejó como consecuencia una ciudad renovada que vio erigirse al primer rascacielos del mundo en 1885 y que desde entonces no ha parado de imponer records de altura, entre ellos el que ostentó por años la torre Sears: con sus 108 pisos se convirtió en 1974 en el edificio más alto del mundo. Es que en Chicago los records cuentan y sus habitantes se esmeran en recalcar: “lo más grande del mundo”, “lo más alto del mundo”, “lo primero en el mundo”.

Ocho líneas principales dan servicio a la ciudad y la mayoría convergen en el Loop, el centro financiero de la ciudad. Su atmósfera y sus adornados edificios me recuerdan la tira cómica de Dick Tracy y las historias de Al Capone. Jóvenes oficinistas caminan de prisa con el celular en una mano y su vaso de café Starbucks en otra. Vibra el Loop con la energía de los trabajadores, el entusiasmo de los turistas, el estruendo que provoca el tren cada vez que pasa y sacude nuestros oídos. Obras de arte público firmadas nada menos que por Picasso, Calder y Miró decoran plazas y esquinas.
Pero si la vida resulta demasiado apresurada, las calles muy concurridas, las tiendas saturadas o los restaurantes de comida rápida abarrotados de comensales, siempre existe un refugio. Es así que decido visitar el Chicago Cultural Center (78 E Washington St), un bellísimo edificio de estilo ‘Beaux-Arts’ cuyo interior acoge —además de la oficina de información turística— exhibiciones, conciertos, charlas públicas y dos majestuosos vitrales.
Otra parada de rigor es el Macy’s en N State St. El edificio fue construido originalmente para albergar la primera tienda de departamentos de Chicago, Marshall Field’s, y nadie que visite ‘la ciudad del viento’ debería regresar sin pasar por la sección de lencería femenina en el quinto piso. Es cierto que el almacén oferta un amplia variedad de brasiers, corsetes, panties, fajas y portaligas, pero lo que hace especial a la planta 5 es el monumental techo diseñado por Louis Comfort Tiffany. En 1897, cincuenta artistas tardaron un año y medio para crear minuciosamente este mosaico de más de 550 m2.
Ubicadas en la Av. Michigan, tanto la Fundación para la Arquitectura, la Orquesta Sinfónica de Chicago —que durante nuestra estadía recibió a maestros como Anne-Sophie Mutter, Ravi Shankar y Maurizio
Pollini— y el Instituto de Arte de Chicago son sitios clave para todo visitante.

Este último, cuya nueva ala diseñada por Renzo Piano se abrirá en mayo, existe desde 1879. Sobresalen su amplia colección del impresionismo con pinturas tan famosas como Una tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, de Seurat o la segunda versión de El dormitorio de Van Gogh en Arles, así como una interesantísima colección de arte estadounidense. En mi visita de sábado lluvioso hay tres cuadros que dejan una marca: American Gothic, de Grant Wood, ese fabuloso doble retrato cuyos protagonistas siempre me habían inquietado; The Captive Slave, del británico John Philip Simpson, con el que me encuentro de improviso y me conmueve hasta las lágrimas, y El Baño, de Mary Cassatt, la imagen que me recuerda a mi madre de la manera más inmediata.
Muy cerquita de ese tremendo museo, que no le pide favor a los más completos de Europa, está el Millennium Park, un espacio público recuperado que al mismo tiempo que es un parque, es muchas otras cosas más: galería de arte, centro de convenciones y una de las salas de conciertos más sofisticadas que haya visto, primero porque su acústica es excepcional, luego por su diseño futurista que incluye un despliegue de tecnología impresionante y, finalmente, porque está al aire libre. Se trata del pabellón Jay Pritzker, diseñado por Frank Gehry, uno de los más grandes arquitectos de nuestros tiempos. Otros de sus espacios más visitados son la Crown Fountain, un proyecto artístico del catalán Jaume Plensa, y el Lurie Garden.
Sin embargo, el corazón de propios y ajenos late más fuerte al acercarse a la popular escultura de Anish Kapoor, Cloud Gate, conocida por todos como ‘The Bean’.
Es que es eso: un enorme fréjol brillante, lúdico y luminoso en el que la gente pasa horas jugando con su propio reflejo, redescubriendo a la ciudad duplicada en el metal, mirándose en miles de ángulos posibles, capturándose al mismo tiempo a sí misma, a la ciudad y a la obra de arte a través de un lente.
La caminata continúa hacia el norte. Michigan Ave pronto se cruzará con el río. Allí tomamos un barco que en 60 minutos recorrerá los estilos arquitectónicos más representativos de la ciudad: la Escuela de Chicago, Beaux-Arts, Neo-Gótico, Art Deco, Modernista, Post-Modernista... Louis Sullivan, Daniel Burnham, Mies van der Rohe, Kenzo Tange y Ricardo Bofill son solo algunos de los arquitectos que han dejado su huella en Chicago. Ahora la ciudad se prepara para la construcción de The Chicago Spire, en español ‘El chapitel’ o simplemente ‘La aguja’, una torre diseñada por Santiago Calatrava que, de concretarse, podría ser el segundo edificio residencial más alto del mundo, con 140 pisos y 1200 apartamentos situados a orillas del lago Michigan. La actual crisis financiera mundial ha puesto al proyecto en pausa, a pesar de que las excavaciones ya habían comenzado.
Pero si un hay un nombre en la arquitectura del siglo XX que se asocia con Chicago, es el de Frank Lloyd Wright. Aunque la mayoría de su obra no fue edificada en plena ciudad sino en las afueras, vale la pena un paseo de media día al suburbio de Oak Park, donde está su innovadora casa-estudio, además de algunas residencias privadas, y otro a Hyde Park para visitar en rigor una de sus obras cumbre, la Casa Robie. Sorprende el nivel de detalle de cada elemento, todo cuidado a la perfección ya sea el cristal de las ventanas, un mueble empotrado o el color de la mezcla que une los ladrillos. Cómo negar que el arquitecto era un genio que a inicios del siglo pasado concibió ambientes y fachadas que hoy siguen siendo tan contemporáneos, pero también un tipo de un carácter imposible y un ego desbordante.
El edificio Wrigley’s (desde donde se controla el emporio de los chicles) y la torre del Chicago Tribune en Michigan Ave son la puerta de entrada a la Magnificent Mile. Las marcas más in tienen sus escaparates en este amplio y concurrido bulevar, la meca del shopping. Mientras más al norte, más exclusivas se vuelven las marcas: Louis Vuitton, MaxMara, Van Cleef & Arpels...

A estas alturas hemos llegado ya a Gold Coast/Streeterville. Este será nuestro barrio días más tarde, al final de nuestro viaje, cuando disfrutaremos la compañía de mis padres que vendrán a darnos el encuentro. Con ellos nos hospedamos en 900 DeWitt, un edificio que recibe a gente de negocios, estudiantes y visitantes y que resulta más amplio, cómodo y económico que un hotel en la misma zona. Mi papá es arquitecto y encuentra en la ciudad del viento una fuente de inspiración y una foto posible a cada paso que da.
Uno de los edificios más reconocidos del sector es el Hancock Center. Aunque menos alto que la popular torre Sears, su mirador ofrece la mejor vista de Chicago dada su proximidad al lago y su mejor ubicación. Una buena idea es comprar un ticket combinado que permite ver los 360° de la ciudad tanto de día como en la noche.
Un aire de aristocracia me invade al pasar por las vitrinas de Oak St o contemplar las mansiones de fines del siglo XIX en Astor St, pero aunque la facha de turista delata ¿quién le quita a uno el placer de imaginarse como uno de los magnates que viven dentro?
Por la noche disfrutamos de una velada jazzera a la luz de las velas en The Back Room. Coincidimos con una banda que incorpora Motown, R&B y Funk en su repertorio. Y entre tema y tema, Long Island y Long Island, todo termina como una memorable noche de copas y la momentánea pérdida de memoria de nuestros anfitriones).
Al día siguiente, Misha y yo aplacamos el chuchaqui tendidos en la arena. Es un cálido domingo de fin de verano. La temporada de playa ha terminado pero todavía hay quienes se aferran a los brillantes rayos del sol septembrino que le amagan al viento cada vez más fresquito. Los chicaguenses saben que tal vez no habrá más domingos soleados, que más temprano que tarde las lluvias darán paso al otoño y antes de que se den cuenta la nieve se habrá acumulado en las calles y aceras. Por eso aún son numerosas las parejas que toman sol acostadas en la arena, los deportistas trotando con sus iPods, los niños que llenan sus baldecitos con la fría agua del Michigan para mezclarla con arena y construir sus castillos.
Camino por las orillas del lago, en Fullerton Beach, con mi cámara de fotos. Una mujer menudita de cabellos blancos me pregunta si soy periodista y me cuenta que una vez, ya entrado el otoño, un fotógrafo del Sun-Times la capturó nadando en el lago. Su imagen se publicó días más tarde; nadar en las frías aguas de octubre es noticia curiosa. Dice Rodica que el agua está deliciosa, que nadar es su fuente de energía y que mientras el clima lo permite disfruta del lago tanto como puede.
Dejó su Rumania natal hace más de veinte años. Llegó a los Estados Unidos con su esposo, quien falleció hace un par de años. No tuvo hijos y ahora está sola. Pero disfruta tanto de si misma, de la vitalidad de su cuerpo y de la libertad de su mente, que la soledad no le pesa. Le pregunto si no ha pensado volver a su patria. “No podría vivir sin el lago”, me responde. “Es lo que me mantiene viva. Y me gusta mirarlo de frente, de espaldas a la ciudad, porque me emocionan los milagros de Dios y no los de los hombres.”
Su confesión me conmueve. Conversamos largamente pero a cierto punto, de forma muy cortés, se despide. Las aguas la llaman y ella se sumerge en ellas. Yo me voy imaginando a Rodica, cuyo nombre de raíz eslava significa fertilidad, 50 años atrás en el podio de algunas olimpiadas, festejando su medalla olímpica en natación, con el himno de Rumania de fondo.
Es cierto que si Chicago es una ciudad tan única en buena parte es por su lago, tan imponente que parece un mar. Es que el Michigan —el único de los grandes lagos ubicado exclusivamente dentro de los EEUU— tiene una extensión aproximada de 58,000 km2. Desde una orilla no se visualiza la otra, tan solo el horizonte lejano y algún yate o velero que completa el panorama.
Y así como el lago me cautiva, lo hace también la personalidad cosmopolita de la ciudad. ‘Checaugou’, en el idioma ancestral Miami-Illinois, significa puerros salvajes. Los primeros habitantes se establecieron ahí a mediados del siglo XVIII, pero fue solo en 1837 que la ciudad se incorporó a los EEUU. Y desde ahí, franceses, irlandeses, italianos, alemanes, polacos, chinos y mexicanos han ido poblando a la ciudad del viento y dejando su huella. Chicago tiene una considerable población afroamericana y, sin decir que se ha llegado a la equidad absoluta, la gente negra cumple un papel importante en la vida la ciudad. Hay que recordar que fue en esta ciudad que Obama alcanzó sus mayores logros profesionales y políticos que lo llevaron hasta la Casa Blanca.
Y es así que una mañana cambiamos la movida del Loop por el barrio de Pilsen. Desde la ventana del tren la selva de rascacielos va cediendo poco a poco, la torre Sears se pierde a lo lejos, saltamos algunas paradas hacia el este y llegamos a 18th. La estación está decorada con murales de artistas mexicanos, propios del lugar. Las paredes son coloridas, los escalones decorados, las caras más familiares. No han pasado ni 20 minutos y otro mundo nos da la bienvenida. La publicidad se anuncia en español, los vecinos se comunican en su idioma, los heladeros venden paletas de tamarindo, los escaparates promocionan pelucas, sandalias rosadas y vestidos para quinceañera. A pocas cuadras está el Museo Nacional de Arte Mexicano. En su muestra permanente exhibe más de mil años de arte y cultura mexicana y sus temporales abarcan temáticas y artistas diversos. La visita no puede estar completa sin una parada en su tienda que expende artículos típicamente mexicanos como calacas, cráneos de azúcar, afiches, recuerdos de Frida Kahlo y Diego Rivera, por solo citar algunos de los items que me llevé a casa y otros tantos que quise pero que no pude comprar.

Me fascinan Pilsen y su acogedor espíritu de barrio, los murales de 18th St Pl y los mosaicos que decoran la pared exterior de la Cooper Dual Language Academy y que retratan a la crema innata de la mexicanitud: la Virgen de Guadalupe, Pedro Infante, Cantinflas...
Recomendados por la guía Lonely Planet — que resultó una compañera utilísima en este viaje— llegamos a 1515 W 18th St. Un caramelero que además de vender golosinas mexicanas ofrece globos como los de aquel inolvidable capítulo de El Chavo, está parado frente a la puerta. Un letrero anuncia:
Restaurante Nuevo León. En plena hora de almuerzo las mesas están copadas por los propios vecinos del barrio, chicaguenses que hacen el viaje a Pilsen expresamente para comer en su restaurante más ponderado y turistas que llegan ya sea recomendados por una guía o como parte de un tour que garantiza una exquisita parada culinaria. Vestida con un traje típico la mesera nos da sus sugerencias.
Yo me inclino por las enchiladas suizas, pero la carta ofrece tacos, tostadas, tamales, carne a la tampiqueña, bistec a la mexicana, asado de puerco y otro montón de delicias por precios que no van más allá de los $8.
De vuelta en casa, es noche de fútbol y vamos al pub de la esquina a apoyar a los Cubs. Les va muy mal y lo único que pueden hacer los fans es llenarse de cerveza. Animados entre una y otra empezamos a hablar de comida. Y de la conversación salen las huecas secretas de Chicago: Hot Doug’s vende las mejores salchichas, las hay gourmet para todos los gustos y los viernes las papas se fríen en manteca de pato. Otro lugar de culto es la Billy Goat Tavern.
Se trata de un local subterráneo, literalmente al pie del edificio del Chicago Tribune en la Magnificent Mile, punto de encuentro de los periodistas de antaño donde comemos las ‘cheezborgers’ con más carácter de todo el paseo. Rosebud, Itallian Village y Mia Francesca son los sitios preferidos para una comida italiana, nadie debería irse sin probar un pedazo de Deep Dish Pizza (a la que nosotros conocemos como la de masa gruesa y que fue patentada en Chicago) y yo, amante del canguil, pipocas, cotufas, palomitas o como quieran llamarlas, me sorprendo con una tienda donde lo hacen de caramelo, de queso, mixto, con nueces y macadamias. Las filas pueden doblar la esquina pues Garrett Popcorn es una institución ‘made in Chicago’.

Twin Anchors se especializa en las costillas de cerdo. La carne es tan suave que se separa de los huesos sin ningún esfuerzo. ¡Cuidado: un plato es gigante para una sola persona! El local fue una de las locaciones de la última película de Batman y está ubicado en el barrio de Lincoln Park, que toma su nombre del gran parque. Estudiantes, yuppies y muchos jóvenes dan vida a uno de sus distritos más ‘trendy’. Las pequeñas casitas, algunas embanderadas, los restaurantes de moda, tiendas de vegetales orgánicos, boutiques con cositas bonitas y originales y un parque con zoológico, jardines y lagunas, hacen de él un barrio muy habitable.
Probablemente el restaurante más en boga es Alinea. Calificado como el 21 en la lista de los 50 mejores del mundo, ofrece una cocina creativa y futurista que combina comida con arte y ciencia. Los menús tienen 12 o 20 platos y, sin contar el vino, el precio por persona varía entre $145 y $225. Dicen que no es difícil escuchar a los comensales dar gritos de placer al meterse a la boca platillos tan refinados como una “transparencia de frambuesas con pétalos de rosa”. Pero de todo esto yo no puedo dar fe.

Es justamente en Lincoln Park que Misha y yo tomamos una cerveza que nos prepara para uno de los momentos más intensos que hemos vivido desde que somos pareja. Tomamos la línea roja, nos bajamos en Lawrence (Uptown Chicago) damos la vuelta a la esquina y llegamos al teatro Riviera. Esa noche Nick Cave ofrecerá uno de los mejores conciertos que he disfrutado en mi vida.
Una energía impetuosa corre por el escenario e invade a cada uno de los espectadores que comparten tácitamente un éxtasis íntimo. Los acordes misteriosos de Hold On To Yourself van enlazando las canciones del concierto —la mayoría de ellas del álbum Dig, Lazarus, Dig!!! que Cave promociona junto a los Bad Seeds— pero también interpretan otros clásicos como Into my arms; Red Right Hand; Papa Won't Leave You, Henry, y una versión alucinógena de The Weeping Song que llena de euforia a su público. Y fue así como el último disco de Cave se convirtió para mí en el soundtrack de este viaje.
Un mes fue suficiente para enamorarme de Chicago. Es que en 30 días uno ve solo lo bueno, vive la ilusión sin procesarla en el cerebro. Los primeros instantes del amor son fogosos, vivos e irresponsables. Pero pasan los días y las manías del otro que se vuelven insoportables, los defectos emergen y aquello que parecía tan único se vuelve cotidiano. Pasé de los embotellamientos, la crisis económica, la nieve acumulada en el estacionamiento, la vida apurada, el hacinamiento en el ‘El’ al volver del trabajo,... Como toda metrópolis, Chicago puede ser también una pesadilla. Pero yo, antes de que llegue el desamor, ya estaba haciendo las maletas. Veremos si el reencuentro es tan intenso, porque seguro que volveré a Chicago.




* Escribí este artículo para la revista Mundo Diners. Como de costumbre terminé extendiéndome más de lo debido, así que esta es la versión larga. La reducida se publica en la sección 'Ciudades' de la edición de Enero, acompañada de fotos tomadas por mi papi mayoritariamente y otras por mí.

3 comentarios:

Unknown dijo...

María
Grande la versión extendida (aunque hasta ahora no nos llega la Diners de Enero así que no he visto la versión corta).
Ya me moría de ganas de concoer Chicago luego de los elogios de mi hermano que vivió a dos horas de esa ciudad durante 4 años y las alabanzas de mi papá que la conoció el año pasado. Ahora, luego de tu recorrido virtual me muero aún más de ganas de ir.

Paola Calahorrano dijo...

Hola María, nos conocimos hace raton, yo trabajaba antes que tú en cultura en Diario HOY hace ya unos ocho años. Estoy en este momento en Chicago y describes a la ciudad tal cual, es más, entes de venir yo había leído este post y me guió para ir a algunos sitios. Lo que me ha gustado sin duda mucho es el Art Instituto y the Field Museum. Hoy planeo ir a la zona bohemia de la calle Clark.
Un abrazo en donde estés y gracias por la guía...
Paola

María Campaña Ramia dijo...

Qué bueno Paola que mis impresiones de la ciudad te hayan servido de guía. Seguro estás pasando muy bien. Te envidio!! Me has hecho recordar la buena vibra de Chicago. Qué ganas de volver! Suerte!