viernes, noviembre 04, 2011

Bailando con los muertos



Ayer fue el Día de los Muertos. En Ecuador lo llamamos Día de los Difuntos. Tomamos colada morada, hacemos guaguas de pan. La colada morada es una de las cosas de comer que más me gustan y por eso hay veces que voy a Quito en mayo, en febrero, en diciembre y a la Ro (mi abuela materna) no le importa que no sea época de finados y consigue los mortiños donde sea y me espera con una olla entera.

En el Día de los Difuntos la gente va a ver a sus muertos al cementerio, les lleva flores y donde se sigue ritos más ancestrales, como en el cementerio de Calderón, las visitas se sientan en las tumbas de los 'finados' a comer sus platos preferidos, les dejan su colada, sus cigarillos, lo que sea que hayan disfrutado en vida y que puedan necesitar cuando llegue la noche. Yo a mis muertos les llevo en el corazón y de hecho no recuerdo cuando fue la última vez que fui a un cementerio.

En mi vida hay tres muertos a quienes quise de verdad. La vida me ha confrontado con situaciones duras, sí, pero con la muerte apenas. Tres muertos a los 34, es poco.

La primera muerte que lloré fue la de mi amigo Patrick. La última vez que lo vi fue en una clase de literatura cuando presentó su trabajo final, una disertación sobre el racismo en la novela Entre Marx y una mujer desnuda. Al final de la clase salimos a una suerte de balcón y no sé por qué el Patrick me preguntó que si me tocaría ir a vivir en una isla desierta, qué discos me llevaría. Y yo le dije: "el tres de la compilación Remasters, de Led Zeppelin; el Ten, de Pearl Jam, y otro que ya no recuerdo, pero que seguramente habrá sido El espíritu del vino, de Héroes del Silencio, que ahora ya no lo llevaría, y menos a una isla desierta, si es tan depresivo... El Patrick me dijo que él también se llevaría el Ten y nos quedamos hablando de lo redondo que es ese álbum y como cada una de las canciones es estupenda. (De hecho escribo este post en el Café Gratitude, lindo nombre, oyendo el Ten para calentar a la memoria). 

Me acuerdo haberle dicho al Patrick al final de la conversación que algo brillaba en su cara, que le veía especialmente bien. Él era un tipo con una paz interior increíble. Algo muy especial vivía dentro de él. Tal vez eran sus ancestros chinos, no lo sé. Era una persona genuinamente zen.

A los pocos días de esto, llegué temprano en la mañana a la Universidad a dar el examen final de economía. La Carla me esperaba con una terrible noticia. Le habían matado al Patrick por robarle su Vitara. Di el examen con la mente en blanco y salí al Memorial de la Av. América. Fue la primera persona cuya partida fue un duro golpe en mi vida.


Años más tarde, cuando yo tenía 25 años, la Mari tuvo a su primera niña. Estábamos en Rio de Janeiro con mis papás, en una habitación de hotel, cuando nos anunciaron que Ana Gabriela había nacido con un síndrome extraño que iba a impedir que viva mucho más. La niña nació pequeñita, con dificultades para respirar y linda, linda. Al volver a Quito la conocí y descubrí con ella, a través de los cuidados y el amor que le daba su mamá (para mí hasta ese entonces mi prima chiquita) un montón de sentimientos que eran nuevos en mi vida. Saliendo del periódico en el que trabajaba en esos días, y tanto como podía, iba al departamento de la Mari a verle a mi sobrina. Poníamos especial atención en la limpieza de nuestras manos, en mimarle y en darle todo el amor posible durante los días inciertos que ella viviría. Me acuerdo mucho de su olor, de la textura de su carita, de su boca que era preciosa y diminuta, como una fresita. 

Una mañana, a las pocas semanas, sonó el teléfono y mi tía Verito me dijo lo que algún momento tenía que pasar: Ana Gabriela no había resistido la noche y se había ido. Esas palabras me provocaron un dolor profundo. Sentí, literalmente, que algo punzante me atravesaba el corazón y por eso no lloré: di un grito desesperado que despertó a mis papás. La segunda muerte que dolía en mi vida era también injusta. Una niña de dos meses no debería haber tenido una existencia de sufrimiento y tampoco haberse ido tan pronto, así como nadie debió matarle al Patrick y ponerle a su vida el precio de un auto.

Esos días cuando la Ana Gabriela murió, vivía yo momentos bien fuertes de confrontación con mi mamá. Pero no sólo con ella, creo que estaba peleándome con el mundo. Sentía rabia en esos días, detestaba el estrés que me producía el diario y la visita cotidiana a mi sobrina me permitía entregar mi amor, mis cariños y mi ternura, de una manera que yo no logro descargar muy fácilmente en la gente. El velorio de Ana Gabriela fue uno de los días más tristes que recuerdo. La Valen y yo abrazadas y deshechas junto a un ataud no más grande que el estuche de un violín. Pero también me acuerdo con alegría de la carita de la pequeña, que por primera vez pudimos ver sin un tubo de oxígeno, en paz, al fin y al cabo.

Al mes de la muerte de la niña hubo una misa en un santuario en el valle, un lugar lindo, lleno de eucaliptos. Terminó la ceremonia y le abracé a mi papá, que es tan alto que mis ojos llegaban a su vientre, y lloré y lloré tan largo que su camisa quedó mojada. No recuerdo haber llorado de corrido así por tanto tiempo nunca, ni antes ni después. Con esa vida y esa muerte aprendí mucho. La Mari, diría yo, se convirtió en adulta y nunca dejó de ser, desde esos días, la mamá más linda que yo haya conocido.   

Luego, a mis 27 años, vino la muerte de mi abuelo paterno, Papá Doctor como le decíamos mi ñaño y yo, porque mi mamá siempre le dijo Doctor (era abogado). Sería rarísimo que mis sobrinos le digan Papá Arquitecto a mi papi hoy día. Había en nuestra relación una distancia, es cierto, pero también mucho respeto y amor.

Mi abuelo era un hombre especial. Creo que la mayoría de gente dice eso de sus abuelos. Pero este abuelo mío, en serio que era único y eso cualquier persona que le conoció lo puede corroborar. Mi abuelo era abogado y trabajó en el IESS toda su vida. Era también catedrático en la Universidad Central. Trabajaba todo el día y sólo paraba a la hora del almuerzo para comer en la casa, siempre en la casa, y todos los días empezando por una sopa. Terminaba, le daba un beso a mi abuela y volvía a trabajar.

Papá Doctor evadía la política y era un hombre demasiado correcto como para entrar en ella, por lo que nunca fue el director del Instituto. Sin embargo, durante sus años de servicio, fue él quien realmente impulsó los proyectos más importantes en el IESS. A su manera él trabajaba por una sociedad más justa y solidaria. Hay mucha gente que no lo sabe. Ni nosotros, su familia, nos damos cuenta de eso, porque mi abuelo no hablaba de sí mismo. Era un hombre humilde y discreto.

Mi abuelo fue mi padrino (a mí me bautizaron ya de vieja por insistencia de mi abuela paterna, así que a los cinco años tuve el privilegio de poder escoger mis padrinos y hasta mi nombre bautismal, que es otro que mi nombre de verdad y que lo usé hasta que no pude seguir más con el cuento de tener dos nombres). Pues eso, yo le tenía una especial admiración a Papá Doctor. Hasta los 18 años crecí sabiendo que iba a ser abogada y que me iba a pasar en demandas y luchando por la justicia, como los superhéroes. Pero mi camino mudó totalmente y esa ya es otra historia. 

De mi abuelo yo recuerdo un gesto con especial cariño. Él no era hombre de besarnos o apachurrarnos o cogernos los cachetes, como mi abuelo materno. No, mi abuelo no era así. Su dulzura era mucho más contenida. Lo que recuerdo es que, cada vez que íbamos a Ibarra (lo hacíamos al menos un fin de semana al mes) él se bajaba del auto en Atuntaqui para comprarme unas melcochas chiquititas porque sabía cuánto me gustaban. Eso él lo hacía sólo para mí y por eso no me olvido. ¡Ay! Si en este momento podría llevarme una de esas melcochas a la boca...

Ese verano pasamos todo septiembre en casa de mi tía, en Italia, y una tarde llamamos a la casa de mis abuelos. El día anterior había sido el matrimonio de una prima y mi abuelo me contó con mucho entusiasmo de la fiesta, de lo bonita que estaba la novia, lo sentí feliz y cariñoso y me dio tanto gusto hablar con él y sentirle así, especialmente contento. Un mes más tarde, ya en la casa de Jerusalén, recibí una llamada de mi papá: “Mija, papi se va a morir”. Eso me dijo mi papá y así: “papi se va a morir”, un poco como un anuncio y un poco como un clamor para que eso no pase. Según recuerdo, me parece que mi abuelo ya estaba muerto cuando mi papá me lo anunció. Tal vez no quería darme la noticia así en seco, tal vez él mismo no quería aceptar que su papá se había ido. Un aneurisma mató a mi abuelo una madrugada, pero si esa muerte me tomó con más calma es porque él vivió a plenitud todos los días de su vida, que fue larga, trabajó hasta el día anterior de su muerte y fue un hombre bueno que se fue sin dejar deudas ni pendientes con el mundo, sólo un ejemplo de vida que, tengo que reconocer, por más que yo me empeñe en seguir va a ser imposible. Mi abuelo era incorruptible.

No estuve en el velorio de mi Papá Doctor, no pude abrazarme con mi familia, darle apoyo a mi padre que a pesar de ser mayor, se quedaba huérfano porque yo creo que la muerte de los papás tenga la edad que uno tenga debe ser igual de desoladora. Yo lloré la muerte de mi abuelo en un bosque seco, cuando la canícula comenzaba a menguar, a 12,000 kms de casa.

Años más tarde mi papá me pidió que le acompañe a la Fundación Ontaneda, una escuela para niños de pocos recursos a la que mi abuelo patrocinaba (este para mí era otro de los secretos familiares guardados entre el hermetismo y la modestia de mi abuelo). Era la jura de la bandera y mi papá le entregaba el 'pabellón de la ciudad' al abanderado. Yo le dije que iba pero si podía llevar mi cámara porque me interesaba mucho filmar a los niños en esa escena de absurda patriotería y luego filmarle a él en la escuela y hacerle algunas preguntas sobre su pasado proyectado un poco en el de esos niños, entre otras cosas que quería contar en un documental que dejé sin editar.

Terminada la ceremonia nos invitaron a un desayuno en una sala linda, típica de una casa vieja en el centro: muebles de terciopelo verde botella, papel tapiz y alfombra floreada. De improviso me encontré con una foto grande que presidía la sala y que habrá tenido unos 50 años. Supongo que era la gente importante de la fundación y ahí estaba mi abuelo con los mismos lentes de pasta oscura que siempre usó (¡y ahora yo estoy puesta unos casi iguales!), mi abuela bellísima con sus ojos verdes y vivaces, alta y de silueta fina; un par de curas, el Padre Jorge, la hermana del Padre Jorge, qué se yo quién más. 

Los ojos se me llenaron de lágrimas en medio de tanto desconocido y no pude evitar que sigan saliendo como el agua de una ducha rota que no podía cerrarse. Ese día fue para mí como enterrar a mi abuelo, vivir el luto y la clausura que no pude sentir por la distancia.

Sigo con mi té de rooibos que ya está frío después de tanta remembranza. Té rojo porque no hubo colada morada este año. Guaguas de pan tampoco pero eso me importa menos porque el pan de dulce no me gusta mucho. Hace un año, en Inglaterra, me dije que no me quedaba sin colada morada y mezclé blackcurrants y blueberries y blackberries, no conseguí yerba luisa e improvisé con un té de cedrón y saqué así el agua de olores. Vinieron la Ximena, el Yuvel y los niños con guaguas de pan bolivianas y pasamos una linda tarde hablando de la vida con el pretexto de los muertos.

Este año, en cambio, el Día de los Muertos me sorprendió en California, sin mayor afán por salir a buscar una piña y una libra de mortiños y una libra de moras y clavo de olor y canela y pimienta dulce y maicena y pasarme dos días en la cocina meciendo el almíbar de piña y velándole a la colada hasta que espese. Fuimos más bien al barrio mexicano, 24th&Mission, donde bailamos con los vivos y los muertos hasta tarde.


Fue una fiesta emocionante, una procesión de gente que celebraba y recordaba al mismo tiempo y por ello en un ambiente alegre y festivo se respiraba también espiritualidad y tributo. Éramos cientos de personas y juntas caminamos entre calaveras, Catrinas, calacas, altares, mexicanos, cubanos, gringos y ecuatorianos, con la premisa de traerles de vuelta a nuestros muertos, al menos al corazón, hasta que nos volvamos a ver en el más allá. Así paso la noche y fue especial, muy especial.  

Alterné este post con algunas fotos de ayer y luego, para mis muertos, dos canciones: una del Ten y una de Einstürzende Neubauten.



 

"...Oh dear dad
Can you see me now
I am myself
Like you somehow
I'll ride the wave
Where it takes me
I'll hold the pain
Release me..."

5 comentarios:

Isis Cleopatra dijo...

Como siempre, tus historias personales son las que más me gustan (aunque en cada post haya un trocito de ti). El Día de los Muertos (en España el Día de los Santos) es un día muy especial, en el que, inevitablemente, te acuerdas de los que te faltan. Con amargura, por una parte, y con regocijo, por otra, porque sabes que has tenido la suerte de conocer a esos grandes seres que han significado tanto en tu vida por el motivo que sea.
Besos tesoro.

María Campaña Ramia dijo...

Carito! Qué bueno es leerte y saber que conectamos por medio de nuestros escritos.
Te cuento que me repetí La piel que habito. Y sencillamente es lo mío! jaja! A ver, sí que tiene tres momentitos que le sobran: el flashback del niño en Brasil, el flashback recursi de la niña cantando fatal y cuando el tigre se pone a hablar en ese portugués tan español que no se lo cree nadie. Ese tigre es un hortera como lo dices tú, en eso sí estamos de acuerdo. Pero a pesar de lo inconcebible que es todo, pues yo sí me la creo! No podemos estar de acuerdo siempre:) Besos

Isis Cleopatra dijo...

Prometo verla de nuevo, pero esta vez con otros ojos. No con los ojos que esperan una de Almodóvar sino una evolución diferente. No creas que no me he encontrado con opuestos a mi opinión...
Me encanta el patchwork con tu amiga Valen!!

María José Elizalde dijo...

Bello post. Me sacó lágrimas la historia de tu sobrinita. Algo me acuerdo de tú contándonos sobre esta dulce bebé, y por cierto, de tu época difícil en el Hoy.
Besos.

María Campaña Ramia dijo...

Te acuerdas Jose? Salía los viernes hecho gato del diario e iba a su casa, donde valga la redundancia solíamos tomar Gato Negro comprado en la licorería que quedaba a la vuelta. Te mando un beso, espero que todo vaya bien por allá!