Adrian ya no es el niño dulce e inquisitivo de Time Indefinite. A sus poco más de veinte años vive “en un estado constante de sobrecarga tecnológica” y entre padre e hijo solo se respira inconexión. Ross McElwee decide entonces indagar en sus memorias personales para tratar de comprender lo que pasa por la cabeza de su hijo. Es así que regresa a un pueblo costero en Francia donde trabajó como asistente de un fotógrafo cuando tenía la edad que hoy tiene Adrian. McElwee llega con sus fotografías, sus apuntes y varios indicios del pasado y se produce en ese momento lo que nunca falta en su cine: una meditación profunda —salpicada de fino humor sin perder las notas de nostalgia— sobre el tiempo vivido y el tiempo recordado y la riqueza de las imágenes físicas y mentales que guardamos con nosotros para intentar atrapar lo que inevitablemente se va.
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