Hace poco más de un mes, en una librería de Nueva York, encontré a dos amigos que no veía hace tiempos, asiduos lectores ambos, uno de ellos escritor. Nos dimos cita allí para escuchar a Siri Hustvedt que presentaba un volumen de ensayos. La conversación transcurrió en el tercer piso de la mítica librería Strand, albergue de 2.5 millones de ejemplares nuevos, usados y algunas rarezas.
Al recordar los libros sin leer que nos esperaban en casa, terminamos por admitir que a veces más que lectores parecemos coleccionistas. Las únicas compras compulsivas que no me dejan cargo de conciencia suelen ser las de libros. También me gustan los DVDs, pero un libro –en cuanto objeto– es algo mucho más rico y mágico que una caja de plástico con un folleto y un disco por dentro. Una película puede descansar donde sea hasta que la necesites, pero un libro es mejor que esté en tu casa envejeciendo contigo, humedeciéndose, amarillándose, impregnándose de tu olor. Saber que en un libro cerrado están Alejandra y Martín, o un gato negro y peludo de nombre Begemot, y que cualquier cosa que pase me estarán esperando y podré escapar con ellos, me devuelve la calma escamoteada por la realidad de los días.
Un libro es un pasaje sin restricciones, la más directa e indeclinable invitación a un viaje. Sin embargo no todos los viajes transcurren igual de bien y no todos los destinos son siempre satisfactorios. El éxito depende también de los compañeros de ruta. Existen ciudades tan hermosas que te quitan el habla, aunque ni bien llegado comprendes que a un lugar así nunca podrías pertenecer. Hay paraísos brillantes, exóticos y cristalinos solo que en dos semanas no dejas de ser uno más entre miles de turistas. Están también aquellos sitios perfectos, limpios y organizados que, aunque puedo disfrutar, son los que menos me interesa conocer. Es en lugares intensos, algo sucios y en cierta forma violentos donde suelo sentirme mejor; casi siempre son tierras calientes, sonoras, generosas y bellas. Así son los libros de Santiago Gamboa, territorios emocionantes y complejos donde siempre algo muy nuevo y al mismo tiempo tan mío coexiste con la búsqueda de sus personajes y sus ajetreados recorridos.
No podría decir a ciencia cierta si es que los mejores episodios de mi vida han coincidido con la lectura de las novelas del escritor colombiano, o si es que gracias a ellas esos momentos son así de memorables. Lo cierto es que atesoro los días en un cuartito en París leyendo Los impostores, las tardes en una hamaca en Jerusalén con Vida feliz de un joven llamado Esteban, la sombra de un árbol frondoso y yo ahí acostada con El síndrome de Ulises, estar de vuelta en Quito y comprender que Perder es cuestión de método, celebrar mis 33 años con la magistral Necrópolis...
Terminé hablando demás y se me acabaron las líneas, así que me despido con una invitación. Regálese el nuevo libro de Gamboa, Plegarias nocturnas, y emprenda un viaje por Bogotá, Nueva Delhi, Bangkok, Tokio y Teherán. No será una novela negra, será una historia de amor. Cuando usted vuelva mi próxima entrega estará lista y conversaremos allí del libro del que quería hablar hoy.
Al recordar los libros sin leer que nos esperaban en casa, terminamos por admitir que a veces más que lectores parecemos coleccionistas. Las únicas compras compulsivas que no me dejan cargo de conciencia suelen ser las de libros. También me gustan los DVDs, pero un libro –en cuanto objeto– es algo mucho más rico y mágico que una caja de plástico con un folleto y un disco por dentro. Una película puede descansar donde sea hasta que la necesites, pero un libro es mejor que esté en tu casa envejeciendo contigo, humedeciéndose, amarillándose, impregnándose de tu olor. Saber que en un libro cerrado están Alejandra y Martín, o un gato negro y peludo de nombre Begemot, y que cualquier cosa que pase me estarán esperando y podré escapar con ellos, me devuelve la calma escamoteada por la realidad de los días.
Un libro es un pasaje sin restricciones, la más directa e indeclinable invitación a un viaje. Sin embargo no todos los viajes transcurren igual de bien y no todos los destinos son siempre satisfactorios. El éxito depende también de los compañeros de ruta. Existen ciudades tan hermosas que te quitan el habla, aunque ni bien llegado comprendes que a un lugar así nunca podrías pertenecer. Hay paraísos brillantes, exóticos y cristalinos solo que en dos semanas no dejas de ser uno más entre miles de turistas. Están también aquellos sitios perfectos, limpios y organizados que, aunque puedo disfrutar, son los que menos me interesa conocer. Es en lugares intensos, algo sucios y en cierta forma violentos donde suelo sentirme mejor; casi siempre son tierras calientes, sonoras, generosas y bellas. Así son los libros de Santiago Gamboa, territorios emocionantes y complejos donde siempre algo muy nuevo y al mismo tiempo tan mío coexiste con la búsqueda de sus personajes y sus ajetreados recorridos.
No podría decir a ciencia cierta si es que los mejores episodios de mi vida han coincidido con la lectura de las novelas del escritor colombiano, o si es que gracias a ellas esos momentos son así de memorables. Lo cierto es que atesoro los días en un cuartito en París leyendo Los impostores, las tardes en una hamaca en Jerusalén con Vida feliz de un joven llamado Esteban, la sombra de un árbol frondoso y yo ahí acostada con El síndrome de Ulises, estar de vuelta en Quito y comprender que Perder es cuestión de método, celebrar mis 33 años con la magistral Necrópolis...
Terminé hablando demás y se me acabaron las líneas, así que me despido con una invitación. Regálese el nuevo libro de Gamboa, Plegarias nocturnas, y emprenda un viaje por Bogotá, Nueva Delhi, Bangkok, Tokio y Teherán. No será una novela negra, será una historia de amor. Cuando usted vuelva mi próxima entrega estará lista y conversaremos allí del libro del que quería hablar hoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario