La belleza suele vivir en las soluciones más
simples. La que es casi una regla en las ciencias puras y exactas, en el mundo
del deporte es una premisa más complicada. Fintas, pases y saltos pueden ser precisos
y hermosos un día y al siguiente tornar al campo de juego en una sola
confusión.
Las Olimpiadas, por convocar a deportistas de élite
y por su tradicional espíritu a priori
más fraternal y transparente que el de otros torneos deportivos –y digo en
principio porque en Londres también vimos acusaciones de dopaje, actuaciones
desastrosas, dudosas fallas de arbitraje y equipos desclasificados por perder a
propósito– suelen ofrecer un despliegue de estética, exactitud y fair play en cada prueba, como esas
soluciones sencillas y bellas de las matemáticas que una vez halladas parecen
evidentes, aunque hayan sido producto de decenios de preparación.
Si hay un deporte en el que esto de la pureza como
fuente de belleza es asunto de rigor es el atletismo y, más concretamente, las
pruebas de pista. Aunque admiro las competencias de fondo, es por una historia
personal que mi corazón late más rápido cuando los velocistas se alinean en sus
andariveles y colocan sus pies de rayo en el partidor. En la pista atlética no se
ven balones, ni raquetas, ni bicicletas. La posta alivia parcialmente la
presión personal y refuerza el espíritu de grupo, pero en realidad el atletismo
es un esfuerzo individual y si no fuera porque aligeran el paso y calzan
perfectamente, los atletas hasta podrían prescindir de sus zapatos de clavos y competir
descalzos.
En estas Olimpiadas un atleta sin piernas compitió
por primera vez y llegó a las semifinales de los 400m. Con sus prótesis de fibra
de carbono el sudafricano Oscar Pistorius logró un tiempo sorprendente y
demostró que en el atletismo cada centésima de segundo que se reduce en la
marca personal corresponde a meses, o años, de cumplir disciplinadamente una
rutina intensa en polideportivos, pistas y al aire libre, sin importar si las
condiciones meteorológicas son agradables o extremas. Con Pistorius quedó
confirmado que aquello de que “lo que natura no da Salamanca no presta” es una
verdad a medias en el atletismo. Cierto es que la naturaleza ha sido más
generosa en carisma y rapidez con los jamaiquinos, por ejemplo, pero los países
no se convierten en potencias del deporte gracias al instinto de quien advierte
que ciertos ADNs favorecen a una determinada disciplina. Las condiciones
físicas, sumadas a la determinación propia de cada atleta y el apoyo de su
entrenador y sus compañeros de equipo son clave, pero no es de esperar medallas
sin recursos, infraestructura, seguimiento e investigación.
Por eso lo de Alex Quiñónez en los 200m nos cayó
como una sorpresa –otra de esas hazañas personales e inmensamente bellas e
inspiradoras que nos regalan de vez en cuando algunos deportistas ecuatorianos–
aunque la emoción vino acompañada de un indicador amargo que ya a nadie
sorprende: la gestión de la dirigencia deportiva de nuestro país sigue siendo
pobre, ciega y oportunista. Si no, basta ver como dieciséis años después del
oro olímpico de Jefferson Pérez, cuando el Ecuador ya habría podido ser escuela
en marcha, los resultados fueron tan mediocres. Agridulce, así es el sabor que
nos deja Londres.
Publicado en las Perspectivas del Diario HOY, el 14 de agosto
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