El recuerdo de Inglaterra
ha vuelto a mi mente con más frecuencia durante las últimas semanas. Entre los
juegos olímpicos y los exteriores de la popular embajada donde se refugia Assange,
las noticias me han ido devolviendo a diario a aquella isla que llegué a querer
de a poco.
Durante seis años viví en
una pequeña ciudad del nordeste inglés –bien lejana, en todo
sentido, del elegante distrito londinense de Kensington & Chelsea donde
opera nuestra representación diplomática–. Allí dejé un pedacito
de mi vida al cerrar definitivamente la puerta de casa, camino al aeropuerto,
el agosto pasado. La mañana siguiente, al llegar a Rio de Janeiro, me deslumbró
un impresionante amanecer entre ocre y violeta. Finalmente estaba en Brasil, ese
Shangri-La que mi fantasía había construido a través de los años y donde, como en
la Alvorada de Cartola, “ninguém
chora, não há tristeza e ninguém sente dissabor”.
El tiempo pasó y a
pesar de la poesía cotidiana la dureza de la vida en los trópicos comenzó a
evidenciarse. El primer mes transcurrió en un departamento viejo y ruidoso en
Copacabana donde no logré dormir ni una noche entera. Recuerdo también esa horrible
mañana cuando un hombre se lanzó a las rieles del metro en la estación de
Botafogo, o el día en que perdí mis lentes y con ellos la visión ingenua del Brasil
como una distendida bossa nova o un erótico samba.
Decir que nos
fuimos de Inglaterra por motivos profesionales sería una respuesta cierta, pero
también a medias. Cuando los días comienzan a sentirse iguales, cuando voy
perdiendo la capacidad de arriesgar, cuando todo a mi alrededor aparenta estar
demasiado limpio y son muy pocos aquellos con un afán sincero por contestar el
estado de las cosas, sé que es tiempo de empacar. El problema de Inglaterra, en
parte producto de esa vocación absurda por la tradición, es que se vuelve muy
fácil arrinconarse en una zona de confort. Por eso, a pesar de la dura crisis
que los motivó, celebré los disturbios de 2011, el ‘Occupy London’ y, aunque no
sean cientos, me gusta ver a los manifestantes fuera de la embajada de Ecuador.
Prefiero asociar a
los estados con su gente y sus expresiones sociales y culturales que con sus
gobiernos y la ideología imperante. Por eso no puedo ver al Reino Unido como el
Goliath petulante que amenazó a mi pequeña nación soberana. Prefiero recordarlo
como una tierra de gente amable, buena y correcta, un país que siempre me
sorprendió por no tener una constitución escrita, porque las personas honran su
palabra y sus compromisos, donde en comparación con América Latina es poco evidente
la conciencia de clase. Allá los homosexuales pueden casarse y adoptar hijos. No
existen cédulas de ciudadanía ni certificados de votación y, por lo tanto, no
proliferan las fotocopiadoras ni los trámites engorrosos. Ahí nunca pagué un
centavo por mi tiroxina diaria ni por una serie de tratamientos médicos que en
Ecuador me habrían dejado en la banca rota.
Han pasado los
meses y soy feliz con mi vida carioca. De vez en vez, cuando el calor oprime y
esta ciudad me aplasta, me refresco con el recuerdo de la lluvia en Inglaterra.
Publicado en las Perspectivas del Diario HOY, el 25 de agosto
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