domingo, agosto 26, 2012

Saudade de una isla


El recuerdo de Inglaterra ha vuelto a mi mente con más frecuencia durante las últimas semanas. Entre los juegos olímpicos y los exteriores de la popular embajada donde se refugia Assange, las noticias me han ido devolviendo a diario a aquella isla que llegué a querer de a poco.
Durante seis años viví en una pequeña ciudad del nordeste inglés –bien lejana, en todo sentido, del elegante distrito londinense de Kensington & Chelsea donde opera nuestra representación diplomática–. Allí dejé un pedacito de mi vida al cerrar definitivamente la puerta de casa, camino al aeropuerto, el agosto pasado. La mañana siguiente, al llegar a Rio de Janeiro, me deslumbró un impresionante amanecer entre ocre y violeta. Finalmente estaba en Brasil, ese Shangri-La que mi fantasía había construido a través de los años y donde, como en la Alvorada de Cartola, “ninguém chora, não há tristeza e ninguém sente dissabor”.
El tiempo pasó y a pesar de la poesía cotidiana la dureza de la vida en los trópicos comenzó a evidenciarse. El primer mes transcurrió en un departamento viejo y ruidoso en Copacabana donde no logré dormir ni una noche entera. Recuerdo también esa horrible mañana cuando un hombre se lanzó a las rieles del metro en la estación de Botafogo, o el día en que perdí mis lentes y con ellos la visión ingenua del Brasil como una distendida bossa nova o un erótico samba.   
Decir que nos fuimos de Inglaterra por motivos profesionales sería una respuesta cierta, pero también a medias. Cuando los días comienzan a sentirse iguales, cuando voy perdiendo la capacidad de arriesgar, cuando todo a mi alrededor aparenta estar demasiado limpio y son muy pocos aquellos con un afán sincero por contestar el estado de las cosas, sé que es tiempo de empacar. El problema de Inglaterra, en parte producto de esa vocación absurda por la tradición, es que se vuelve muy fácil arrinconarse en una zona de confort. Por eso, a pesar de la dura crisis que los motivó, celebré los disturbios de 2011, el ‘Occupy London’ y, aunque no sean cientos, me gusta ver a los manifestantes fuera de la embajada de Ecuador.  
Prefiero asociar a los estados con su gente y sus expresiones sociales y culturales que con sus gobiernos y la ideología imperante. Por eso no puedo ver al Reino Unido como el Goliath petulante que amenazó a mi pequeña nación soberana. Prefiero recordarlo como una tierra de gente amable, buena y correcta, un país que siempre me sorprendió por no tener una constitución escrita, porque las personas honran su palabra y sus compromisos, donde en comparación con América Latina es poco evidente la conciencia de clase. Allá los homosexuales pueden casarse y adoptar hijos. No existen cédulas de ciudadanía ni certificados de votación y, por lo tanto, no proliferan las fotocopiadoras ni los trámites engorrosos. Ahí nunca pagué un centavo por mi tiroxina diaria ni por una serie de tratamientos médicos que en Ecuador me habrían dejado en la banca rota.  
Han pasado los meses y soy feliz con mi vida carioca. De vez en vez, cuando el calor oprime y esta ciudad me aplasta, me refresco con el recuerdo de la lluvia en Inglaterra.

Publicado en las Perspectivas del Diario HOY, el 25 de agosto

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