A lo lejos están Paul Auster y Siri Hustvedt. A las 7 de la noche del jueves en que llegué, ella presentaba su libro de ensayos Living, Thinking, Looking, en la librería Strand. Fuimos con el Sebastián y el Picachú, más para ver a Paul Auster, si es que me toca reconocer. Pero salí encantada de haberla conocido y escuchado a ella, hablando de neurotransmisores, Goya, la mirada, la construcción de los recuerdos, lo que hay de mentira, lo que hay de verdad en ellos, esos asuntos que me visitan y me revisitan una y otra vez. Al final salí con libros firmados y mucha hambre. La noche terminó con una mágica sopa japonesa de fideos gigante: ¡ramen en caldo picantito, con pedacitos de panza de chancho y ahí flotando un huevo pochado!
La Caro y la Belén son mis amigas desde el colegio. Con la Caro fuimos compañeras desde segundo curso, con la Belén desde cuarto. Ya viven en Nueva York desde hace muchos años y aunque no tenemos un contacto constante siempre que nos vemos es que como que la última vez hubiera sido ayer. Me tomaría una tarde entera escribir un post contando algunas de las anécdotas del colegio, aquellas épocas donde no parábamos de reírnos y ellas me decían Toqui, ese muñequito cubano, medio andrógino y un poquito ingenuo, con quien compartía actitud y corte de pelo (¡se emocionaron mucho de verme de niño otra vez!). Aquí, de brunch dominguero, nos acompañan unos chilaquiles y una deliciosa mezcalita.
Pasteles en el mercado de Grand Central. Y qué decir... que este rato me haría un capuccino y para acompañarlo los probaría todos.
Esta noche tomo el vuelo de vuelta a casa. Hoy las compras están completamente prohibidas, también los taxis y nada de dormir demás: a aprovechar el día caminando largo, reconectarme conmigo misma y disfrutar del contacto de los pies con el suelo (mediado por unas sandalias suavecitas). Empiezo en Union Square, bajo a la 5ta y 18, 19, 20, 21, 22. Sigo caminando y llego al High Line por la 23. El High Line es un parque elevado construido sobre las antiguas rieles del tren. La Valen me ha pedido que no vuelva a Rio sin irlo a ver. Me recorro el parque completo, de ida y vuelta. El sol está delicioso y más aún el viento.
Cuando lo he visto todo, salgo por la 30, camino por una zona medio fea y al fin llego a Penn Station. Tiendas, luces, letreros, gentíos, tengo hambre y siento que me empiezo a agobiar.
Una hora más tarde llego a Bryant Park. Me quito las sandalias y me acuesto en el césped. Esa mañana, además de probarme los lentes más increíbles, caros y gatúbelos en Petite Optique, había encontrado mamoncillos en un puestito de frutas de la calle, a $2,99 la libra. No lo puedo creer. La fruta de los paseos a Ibarra de mi niñez, en pleno Manhattan. Así que me echo ahí a chupar esas frutitas ácidas y pulposas que parecen ojos gelatinosos de color salmón. Guaguas que corren y gritan cerca mío, músicos practicando con sus partituras, gente leyendo, amigos conversando, familias tomando sol. Y al frente mío, los reflejos de la ciudad en los vidrios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario