El domingo fuimos a Alnwick. En los jardines, cerca del castillo, está la casa del árbol. Me vería bien allí dentro. Una casita así en algún valle de la sierra ecuatoriana, una chimena, las paredes forradas de libros, un espacio para escribir, una salita de proyección, niños en el jardín, mi familia y amigos de visita, un gato persa-siberiano en mi falda, Misha descubriendo teorías ¡No pido más! Bueno, sí, que los árboles sean de guabas. Parece un montón ¿no?
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Hay algo en esas playas del norte, frías, rocosas y con algas, que me hace sentir feliz. ¡Como si de repente el viento se lleva mis angustias y el contacto de las piedras con mis pies me conecta con ese instante hasta que de pronto siento que pertenezco a este lugar! «Euréka, je l’ai trouvé!» , como Antoine Doinel en Los 400 golpes. Esta es una playa en el norte de Inglaterra. Fue este domingo. Tan lejos de casa pero me sentí ahí. Olía tanto a mar!
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Lejos de casa, la comida tiene un propósito adicional. De alguna manera sirve para reafirmar lo que somos, de donde venimos, donde quisiéramos estar. Supongo que para Misha no hay mejor borsch (борщ) que el que hace mi suegra, pero que ayer, por primera vez lo haya hecho yo, lo vuelve un plato importante. Cuando al borsch hirviendo le añadimos una nuez de crema espesa, creo que por un lapso corto de tiempo, Misha puede sentirse en Siberia. Tal vez por eso últimamente hayamos comido tanta quinua, pelmeni (пельмень) y hasta cebiche de camarones con chulpi, canguil y jugo de moras (cosechadas por nosotros en unos matorrales que encontramos en nuestras sólitas caminatas otoñales).
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Pero en fin. Es aquí donde estamos. Por ahora...
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