viernes, marzo 09, 2007

Los cineclubes, un limbo entre la legalidad y las buenas intenciones



Este artículo se publica en el boletín del Cine Ocho y Medio, en Quito. Lo escribí por pedido de Rafael Barriga y lo publico aquí para que Gilda y quienes quieran dejar sus comentarios sobre el tema tengan un espacio donde pronunciarse.

He recibido varios comentarios en mi correo electrónico (¡muchas gracias!) sobre mi post anterior y creo que merece adendums y corrección de erratas. Es cierto que se me quedó atrás la niñez pero muchas cosas maravillosas siguen pasando y pasarán. La más común pasa todas las noches cuando antes de dormir abrazo el cuerpito flaco de Misha y siento toda la felicidad posible al tenerlo cerca. Conocerle sí que fue mi gran coincidencia. Danke Brotfabrik!

Ahí va, pues...

Como miembro del equipo de programación de los ‘Encuentros del Otro Cine’, parte de mi trabajo consiste en seleccionar filmes documentales para el festival y gestionar la consecución de sus derechos de exhibición. Aunque la oferta de los EDOC se ha caracterizado por su muy alto nivel, me apena no siempre poder presentar todo lo que quisiéramos.
Por ejemplo, este es el tercer año en que intentaremos tener en nuestra programación al bellísimo documental My Architect, de Nathaniel Kahn. La elevada tarifa de exhibición que nos exige la distribuidora (a la que se suman gastos de transporte de copias y subtitulación) descalibra nuestro presupuesto por lo que hasta ahora no hemos podido llegar a un acuerdo.
Tuve la suerte de ver este filme en una sala de cine londinense y me alegraría mucho disfrutarlo junto con mi padre, que estudiantes de arquitectura se apasionen aún más por su carrera y que el público ecuatoriano salga conmovido de la función como salí yo. La solución podría ser comprar el DVD (pirata o no, qué más da), conseguir una sala medianamente equipada, preparar un e-mail llamativo y hacer un envío masivo, cobrar un dólar a la entrada y buscarle un nombre a mi cineclub. Pero al hacerlo, le faltaría al respeto a mi trabajo como documentalista, al de mis compañeros de Cinememoria, al de los distribuidores y exhibidores y al de todo obrero del cine en general.
La piratería nos pone en un dilema moral que suele ser fácil de resolver. Sería evidentemente ruin comprar el DVD de Qué tan lejos en la calle, pero ¿le hago un daño real a la Warner al llevarme a casa la copia ilegal de Infiltrados? ¿No sería incluso un acto de consciente subversión frente al dominio de Hollywood?
Suena bonito, pero el asunto es que si la conciencia nos habla a la oreja solo cuando nuestros intereses se ven afectados directamente, vamos arrollando los derechos de los otros, aunque esos “otros” nos importen un pito o nos caigan muy mal.
Piratería no es solo aquella callejera o de mall obsoleto (la popular de las calles del centro o la avant-garde de El Espiral) sino también aquella de exhibición, puesto que el término pirata se aplica tanto a la copia ilegal o no autorizada como a toda infracción a los derechos de autor.
Sin embargo, aunque no es una práctica nueva, poco se habla de esta segunda forma de piratería que se comete, en cambio, “a favor” del que nos cae muy bien, ese realizador de culto al que alguien decide llevar a la gloria en su cineclub, aunque haya que mandar al tacho las reglas básicas de derecho patrimonial, todo sea por amor al cine y en nombre de la intelectualidad.
Supongo que muchos de nosotros, amantes del cine que nos encontramos en estas páginas, hemos fortalecido nuestra pasión por el séptimo arte en el cineclub de la universidad, gracias a la película alquilada que jamás hubiera llegado a las salas de cine o en las sillas incómodas de algún café cultural donde se proyectaba en video un clásico de Ozu. Por eso es que es tan difícil hacerle frente al tema, pero lastimosamente no se vive de buenas intenciones.
Desde hace meses ya, la invitación al cineclub de la FLACSO ha ido engordando una vez por semana mi carpeta de spam. Poco a poco esta se iba vaciando sola y, poco a poco, me iba entrando la duda. La que en un principio parecía ser una iniciativa académica que tomaba al cine como herramienta de estudio, se ha ido ganando espacios. Ahora las proyecciones ocurren también en el Centro Cultural Mama Cuchara y cuentan con el auspicio de la Fundación Teatro Nacional Sucre (la que, según consta en su página web, recibió un aporte de 378 240 USD por parte del Municipio de Quito en la temporada 2006).
Es así que a este punto lo que se discute ya no es la iniciativa de un grupo de cinéfilos universitarios, sino de entidades con un nombre en el ámbito cultural y académico, una de las cuales recibe recursos públicos para su funcionamiento. Todo estaría muy bien si tanto este, como muchos otros espacios “alternativos” de difusión, contasen con los derechos de exhibición de los filmes que proyectan, pero no ocurre así. Mientras tanto, lejos de constituir opciones legítimas, dan triste cuenta de la ligereza con que se maneja la cultura en nuestro país.

1 comentario:

Unknown dijo...

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