miércoles, mayo 26, 2010

Los itinerarios de la mente



A menudo me pregunto qué es lo que produce ese clic en la mente que lo convulsiona todo. Qué es lo que nos lleva de la euforia a un dolor que penetra hasta los huesos, de la seguridad al miedo, de la estabilidad de un día al colapso del siguiente. ¿Por qué algunos pueden convivir con las reglas, los golpes y las desilusiones mientras otros espíritus son más proclives a flaquear?
Puede ocurrir algo terrible en la vida que la única opción para subsistir es refundirse en un camping en un desierto, sin electricidad, sin agua, sin conexión con la sociedad. La elección de autoexiliarse es tajante: es que no todos toleramos de la misma manera las asperezas de la colectividad. Ganadora del Premio Horizontes en la Mostra de Venecia, Below Sea Level, de Gianfranco Rosi, retrata con una cercanía estremecedora la forma como encaran su existencia varias personas a las que la vida les dio la espalda y que encontraron el único refugio para su espíritu en una tierra infértil, bajo el nivel del mar.
Qué inspiradora y al mismo tiempo lacerante me resulta Le plein pays, de Antoine Boutet. Un hombre vive recluido en un bosque por 30 años, obsesionado con los sonidos que graba y reproduce en su casetera. Tararea una canción de Jaques Brel, Le plat pays, que él ha rebautizado como Le plein pays. Si la primera versión era un homenaje del cantante a su tierra, Bélgica, la segunda es una canción de amor a la patria del protagonista: su inconsciente como analogía de un país pleno y profundo. No puedo dejar de preguntarme ¿qué es eso tan frágil que de repente nos puede quebrar?
¿Por qué alguien decide quitarse la vida? Depresión, ansiedad, locura, la imposibilidad de aceptar que la vida cambia y uno junto con ella, una tristeza perenne visitándonos a diario como un eterno loop. “Es extraño. Puedo reconocer la belleza de las cosas, pero no me emocionan lo más mínimo. Ni ellas ni nada. Ya no me importa nada”, dice una entrada del diario de un hombre que se suicidó. Poco a poco el vacío se agranda hasta volverse inaguantable: “No puedo soportar ni un día más despertarme con pesar”. Estas dolorosas confesiones sirven de hilo conductor a la sublime película La oscuridad del día, construida enteramente con pietaje encontrado por Jay Rosenblatt, quien el año pasado fue invitado de los EDOC.
En Argentina, la vida también resultó demasiada carga para Los Jóvenes Muertos, de Leandro Listorti, quienes poco a poco iban terminando con las suyas, como si el suicidio fuera una plaga contagiosa. O para Boris Ryzhy, un poeta ruso, que a sus 26 años ya había acumulado muchas cicatrices en el alma y en su rostro, producto de la brutalidad de los cambios sociales post-Perestroika, su depresión maníaca y las substancias de las que abusó. Dejó sus laureados poemas, un hijo pequeño, el testimonio de una generación.
¿Cómo se relacionan la mente y la voluntad? ¿Es un desvío el no poder parar? “Un jugador realmente genial se apuesta a sí mismo. Lo que juega es una variante de la ruleta rusa. De lo que se trata es si se gana o se pierde y no de un billete de diez”, nos recuerda el cineasta holandés John Appel. Con estas palabras nos introduce en el mundo del juego, a través del retrato profundo y emotivo de su padre –un jugador empedernido– visto a través de varios personajes que funcionan como su alter ego. Sin satanizar o ponderar al juego, lo que cautiva en The Player es ese bello tributo a la importancia de soñar.
Los sueños de Amy Hardie no son ilusiones diurnas. Le sorprenden por la noche y le desconciertan. Amy no recuerda sus sueños, pero esta vez la imagen de su caballo muriendo, que le llega mientras duerme, es tan real que se vuelve premonitoria. Cuando los sueños siguen visitándola y anunciando más muerte, Amy afronta la vulnerabilidad impuesta por un momento llegado al improviso. The Edge of Dreaming es, por un lado, una meditación genuina y muy personal de las angustias de una mujer al borde de la cincuentena y, por otro, un apasionante y asequible tratado de neurociencia.
Este recorrido por la mente se completa con Una cierta verdad, la muy lograda ópera prima del catalán Abel García Roure, quien acompaña a médicos y enfermos del hospital psiquiátrico de Sabadell durante alrededor de dos años. Se trata de una película muy libre y arriesgada que arranca con el retrato de la institución mental hasta volverse cada vez más humana, al introducirse poco a poco en la psique de cinco personas afectadas por la esquizofrenia, quienes ven severamente alteradas sus capacidades de comprender y percibir la realidad, perdiendo todo aquello que conforma su propia identidad.

*publicado en EL OTRO CINE

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