Hoy fue el segundo equinoccio del 2011, es decir el momento del año en que los días y las noches tienen una duración igual en todos los lugares de la Tierra. Hoy también fue el día del Punto Libra, diametralmente opuesto al Punto Aries, es decir el día en que el Sol emigró del Norte al Sur.
Allá en mi casa, pronto empezarán las lluvias de otoño y las hojas de los árboles se empezarán a caer. No voy a estar ahí para recogerlas. El seto se va a ir secando paulatinamente, mi pequeña selva veraniega va a menguar otra vez, la fucsia perderá su color y poco a poco será una mata de palos secos y espinas que uno no pensaría nunca que podría volver a nacer. Pero cada verano ella renacía y nos soprendía que a pesar de los fríos, las heladas y la nieve, esa planta no moría hasta que llegaba julio y todo el ventanal de mi casa se llenaba de aretes fucsias otra vez.
Aquí, al menos desde mi perspectiva citadina, los cambios de estación nunca han tenido mucha importancia y por eso nunca me pareció extraño que los aretes de la casa de la Ro siempre hayan estado florecidos y que nunca nos faltaran flores para colgarnos en las orejas a la Valen, a las rubias y a mí. Yo sé que alguien podría decirme que dónde quedan entonces las fiestas de las cosechas y el Corpus Christi y el Inti Raymi, que claro que las estaciones importan acá. Y no me quedaría otra que decirle que sí, que tiene razón. Pero para mí, aparte de las lluvias de abril, el veranillo de las almas en noviembre, el cordonazo de San Francisco y los vientos de agosto, los días aquí son casi siempre iguales. Primero: doce horas de luz, doce de oscuridad. Empiezan fríos, se van calentando, se enfrían caprichosamente otra vez, al medio día el sol cae vertical sobre el cráneo y hasta terminar de comer ya empieza a llover y al rato sale el sol otra vez pero se arrepiente y el cielo empieza a tronar y a llover y a llover y a llover. Y en eso llega la noche. Así fue hoy que esperaba acalorada un taxi que se demoró mucho tiempo en pasar y un par de horas más tarde, al salir de un almuerzo rico y bien conversado con uno de mis mejores amigos, ya estaba lloviendo así que terminamos mojándonos mientras esperábamos un taxi libre que finalmente nunca pasó.
El punto es que terminado un día de cuatro estaciones y de vuelta en casa, sentí un olor a campo en este apartamento en medio de la ciudad. Es que las plantas de la jardinera se mojaron y el olor de la tierra húmeda empezó a entrar por la puerta y perfumar la casa.
Encuentro el cable milagroso que me permite conectar mi Ipod al equipo de música de la sala y al fin oigo música que sale de unos parlantes de verdad y no de la computadora. Obviamente celebro el momento con un playlist de Led Zeppelin, con las canciones más suaves y más profundas a mi modo de ver, empezando por The Battle of Evermore y luego Since I've been loving you, Over the Hills and Far Away, Tangerine, Going to California, The Rain Song y Stairway to Heaven, una canción que oigo muy poco, que incluso evito, no sé por qué, pero que cada vez que lo hago me sobrecoge otra vez.
Me levanto del sofá. Abro los ojos. Con las luces bajas, muy bajas, se ve increíble todo Guápulo y la carretera. Los autos parecen hormigas brillantes, luciérnagas tal vez, circulando por esos caminos angostos que unen al valle con la ciudad. Me apego al ventanal. Se siente rico el contacto de la cara con el vidrio helado. Va loopeando The Rain Song. Entre esa ventanota y el valle no hay nada y si no fuera por el vidrio empañado, uno hasta pensaría que puede lanzarse a volar.
Encuentro el cable milagroso que me permite conectar mi Ipod al equipo de música de la sala y al fin oigo música que sale de unos parlantes de verdad y no de la computadora. Obviamente celebro el momento con un playlist de Led Zeppelin, con las canciones más suaves y más profundas a mi modo de ver, empezando por The Battle of Evermore y luego Since I've been loving you, Over the Hills and Far Away, Tangerine, Going to California, The Rain Song y Stairway to Heaven, una canción que oigo muy poco, que incluso evito, no sé por qué, pero que cada vez que lo hago me sobrecoge otra vez.
Me levanto del sofá. Abro los ojos. Con las luces bajas, muy bajas, se ve increíble todo Guápulo y la carretera. Los autos parecen hormigas brillantes, luciérnagas tal vez, circulando por esos caminos angostos que unen al valle con la ciudad. Me apego al ventanal. Se siente rico el contacto de la cara con el vidrio helado. Va loopeando The Rain Song. Entre esa ventanota y el valle no hay nada y si no fuera por el vidrio empañado, uno hasta pensaría que puede lanzarse a volar.
Creo que es por The Rain Song que termino escribiendo este post. Otra hubiera sido seguir con mi playlist y ponerme a llorar. Llover, llorar, vomitar, eyacular. Los fluídos que se retienen se convierten en veneno, no lo digo yo, sólo es la paráfrasis de un proverbio en latín. Por eso es mejor sacar lo que está adentro.
The Rain Song tiene una de las letras más bonitas de todas las canciones de Led Zeppelin y hoy día me resulta sumamente apropiada. Ya deben ser unos 18 años que la oigo y siempre que lo hago me detengo a pensar en qué estación se halla mi alma en ese momento. Ahora mismo... pues no lo sé.
La canción va terminando con esta estrofa que me encanta, tanto por lo que dice como por la melodía, que se serena otra vez luego de que Robert Plant confiesa con su voz increíblemente aguda que siente el más frío de sus inviernos.
"These are the seasons of emotion and like the winds they rise and fall
This is the wonder of devotion - I seek the torch we all must hold.
This is the mystery of the quotient - Upon us all, upon us all a little rain must fall...It's just a little rain..."
La noche todavía es larga, el tráfico comienza a disminuir pero el ventanal aún me ofrece una vista increíble. No me di cuenta cuando la música dejó de sonar. Ahora sólo me acompañan los grillos.
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