Son solo un lugar de pasaje. Lo que ocurre ahí no es el fin en sí mismo, tan solo un trámite para subir al cielo y luego bajar a donde uno tenga que ir. Entre una despedida y una nueva historia, el principio y el fin de un viaje de negocios, unas vacaciones, a veces una escapatoria y otras la preparación para un retorno definitivo: es ahí donde comienza y termina el periplo.
La palabra aeropuerto siempre ha vulnerado mi correcta ortografía. Aereopuerto, aeropuerto, areopuerto; nunca lo sé. Así que al hablar la pronuncio rápido para que la duda se sienta menos. Pero claro, por escrito es diferente. Hace algunos años que tomé un avión con destino a Rusia, nos acompañó el jingle de la compañía durante buena parte del trayecto. “Tra-tra-tran-sá-e-ro” quedó en mi mente como un mantra. Lo invoco cada vez que quiero escribir aeropuerto.
Entre estas y las otras van a ser diez años que vivo fuera y, lógicamente, cada vuelta a Quito es una ocasión especial. Me gustan los aeropuertos, pero solo una vez que estoy ahí. Los días antes de volar entro en estado de nervios. Empaco con anticipación y aunque con el tiempo he aprendido que es mejor viajar ligera, siempre llego al counter con miedo de tener sobrepeso.
Si la teletransportación existiese, sé que la mayoría obviaría pasar por el aeropuerto. Quizás para un vuelo cualquiera también yo lo intentaría. Qué cómodo cerrar los ojos y al abrirlos haber llegado. Sin atrasos, sin filas, sin aduanas, sin interrogatorios. Pero si el motivo es importante y más aún si el corazón está envuelto, es fundamental pasar por el aeropuerto, ese espacio neutro, un paréntesis de aclimatación emocional entre a y b.
Los nervios, las dudas y un poco de pereza me acompañan hasta pasar el control de seguridad. Vuelvo a ponerme el cinturón y los zapatos y en ese momento siento que me lleno de un extraño poder, finalmente; estoy lista para lo que venga. Lo que quedó atrás estará a buen recaudo. Ahora solo puedo caminar hacia delante, mirando al frente. Grandes paneles anuncian las puertas de embarque, pasos después se abre un mundo de perfumes, cosméticos y licores. Autoindulgencia post despedida en el duty free.
Viajar acompañada es lindo, pero hay algo de trascendental en hacerlo sola. Al caminar con mis audífonos, la música que me acompaña es lo único que siento mío. El resto es un ir y venir de gente que no veré más, miles de historias propias, personas diferentes de un montón de lugares, de distintos colores, olores...
Como casi no hay vuelos directos a Quito, para llegar generalmente necesito de dos. El primero no me regala indicios, pero en la puerta de aquel que me conectará con Quito las caras, los gestos y los acentos me son conocidos. Ya estoy más cerca de casa.
El avión se hace paso entre las montañas, los edificios como legos, la NNUU, la plaza de toros y los bueyes. Esa imagen que desde el cielo no veremos más. Bienvenidos al Mariscal Sucre. El policía me sella el pasaporte y yo le hago la conversa, en mi idioma y sin acento. Me sigue emocionando, cada vez que regreso, la familiaridad en el trato, la gente buena. ¡Qué liberador dejar de ser extranjera, qué bueno es volver!
Publicado en las Perspectivas de Diario HOY de hoy día
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