sábado, enero 26, 2013

Mejor no hablar (de ciertas cosas)



Será mejor comenzar esta columna con una confesión: el director de la película es uno de mis amigos cercanos. Estaba puesta una camiseta de Led Zeppelin la primera vez que hablamos: es mi banda favorita y una de las preferidas de él. Conversamos de la música que nos gustaba y de las películas de Buñuel. Cuando conocí a Javier todavía no era cineasta pero ya era uno de los cinéfilos más cultos que he conocido; de hecho creo que en 15 años de amistad, más que de nuestras propias vidas, de lo que casi siempre hablamos es de películas. No voy a ser objetiva entonces, lo advierto: qué absurdo sería. Voy a hablar con conocimiento de causa y con la misma franqueza que caracteriza a Javier. 
Sí, Javier Andrade. Mi amigo manaba. El que no se calla y te lanza nomás la verdad en la cara; el que no tiene problemas de ego; el pana con el mejor repertorio musical; el que nunca se equivoca cuando te recomienda una película, ha estrenado hace poco su ópera prima de ficción. 
En Mejor no hablar (de ciertas cosas) puedo leer entrelíneas fragmentos de su propio recorrido. Javier habla de lo que conoce: ese Portoviejo donde la clase alta es también clase popular y las reuniones en mansiones tropicales terminan en borracheras peores que fiesta de pueblo; donde el Johnnie negro se acompaña con empanadas de verde; esa ciudad de costa, pero sin mar, a la que no llegó la noticia de que “el punk ha muerto” y es que, para decir la verdad, el punk nunca va a morir mientras existan espíritus atormentados, solo que los punkeros de aquí rompen una guitarra y luego la lloran con la voz de Carlota Jaramillo de fondo. 
Mejor no hablar (de ciertas cosas) es una película irreverente y directa, con una narrativa que progresa en proporciones similares de embale y contención gracias a las finas decisiones de dirección: la duración de los planos, la manera como la luz cae sobre los personajes, la paleta de colores que expresa tan bellamente lo que es Manabí, la utilización precisa de música diegética (es que un verdadero melómano no podía abusar de la música incidental) y el trabajo con los actores que da como resultado personajes creíbles y queribles, frescos y convincentes (unos más que otros, es cierto). 
Dice Javier que su película es la historia de un príncipe que no quiere ser rey y cita a La educación sentimental como una de sus referencias. Al fin de cuentas será tarea del espectador acercarse a ella por el lado que más le convenga. Para mí lo revitalizante ha sido sentir un baño de rabia, la pequeña maldad –no en el sentido de fuerza oscura sino como única posibilidad liberadora– de un personaje tan intenso y vital como Luis (y aquí gran parte del crédito es para el fantástico Víctor Arauz). Mejor no hablar (de ciertas cosas) me emocionó profundamente, tal vez porque tengo debilidad por los personajes angustiados y jodidos, en este caso por las circunstancias, las coincidencias, las drogas y, si existe, por el destino. No voy a ser yo quien juzgue sus hábitos, su vocabulario ni la moral de sus decisiones y tal vez por eso me parezca limitada la visión de quienes se refieren a la película como una historia de rock, sexo y drogas. La labor de un buen autor, al fin y al cabo, es dar a sus personajes aquello que necesitan para ser quienes honestamente son. 

Publicado en las Perspectivas de Diario HOY de ayer

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