lunes, noviembre 11, 2013

Retratos de familia

Este texto acompaña la muestra Retratos de Família que organicé para el Instituto Moreira Salles en Rio de Janeiro y que arranca este viernes 15 de noviembre.
Una versión reducida y en portugués aparece en el programa impreso de noviembre.
Aquí se puede consultar la programación:

Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.” Así comienza León Tolstói su Ana Karenina... Son tantos tonos entre la felicidad y la infelicidad, entre la suerte y el infortunio, gamas infinitas como innumerables son las historias para contar. Tal vez por eso sea tan potente la apertura de la novela rusa: la felicidad es trivial para ser contada, parece decirnos Tolstói, pero cuántas historias son posibles cuando la vida resulta ser más complicada.

51 Birch St.
No es que la desdicha sea el denominador común de las dieciocho películas que integran la muestra Retratos de familia; en todos los casos se siente más fuerte el cariño, pero es verdad que un cierto dolor, una incomodidad o un secreto se esconde detrás de ellas. Y así como es cierto que cada familia infeliz lo es a su manera, también es verdad que en toda familia filmada hay algo de la cada espectador. “En 51 Birch Street podría estar la casa de cualquiera de nosotros”, me dijo un amigo después de ver la película de Doug Block. Creo que se trata exactamente de eso.
Pero ¿cómo filmar la familia, y para qué filmar la familia?
Dejo en blanco la primera pregunta. Cada uno de los filmes que integran la muestra puede considerarse una respuesta válida de la que surgen otras cuestiones: ¿Cómo asumir la distancia? ¿Cuál es el espacio de la madre, del hijo, de la nieta, de la hermana, y cuál es el espacio del realizador cuando se trata de la misma persona? ¿Dónde situarse?
Para qué filmar la familia es una pregunta que permite conjeturas más concretas. Por un lado pienso en Philippe Lejeune y lo que él define como la “función reparadora de la empresa autobiográfica”, visible en aquellos filmes en cierta medida terapéuticos que nacen de la urgencia del realizador de cerrar capítulos personales y encontrar respuestas que no llegarían jamás, de no ser por el ejercicio cinematográfico. Un claro ejemplo es lo que hace Petra Costa en Elena, probablemente el filme más autoreferencial de la muestra. Petra filma la familia pero su mirada está vuelta hacia ella y el efecto que ocasionó el suicidio de su hermana en su vida. Tal vez sea lo ineludible cuando se hace un retrato en ausencia. Así, Petra termina por fundirse con el fantasma de Elena. Camina por las calles de Nueva York imaginando/personificando a su hermana, indaga en sus recuerdos y sus cosas, busca respuestas en su madre, en los videos donde Elena aparece, todo en un intento de apaciguar el dolor, lo que sólo pasará cuando pueda armar las piezas y darles una forma.

A Father's Music
Algo parecido hace Igor Heitzmann (A Father’s Music) cuando recurre al cine como mecanismo para restaurar una relación rota. El filme se convierte en la razón para retomar el contacto con su padre, uno de los directores de orquesta más prestigiosos de Alemania, quien como muchos maestros y artistas sacrificó la vida familiar en pos de sus elevadas aspiraciones profesionales. A Father’s Music es una película meticulosamente realizada, dolorosa por las distancias y los silencios que a veces parecen infranqueables.
Es una coincidencia casi mágica que el primer recuerdo al que elude la película esté acompañado por la Sinfonía No. 1 de Brahms, de cuyas notas siempre me ha parecido que emergen magistralmente el dolor, la fuerza y la angustia de los amores imposibles. A Father’s Music finalmente documenta eso, la búsqueda de un hijo por ganarse, aunque sea tarde, lo que pueda quedar del amor del padre.
Al igual que el padre de Heitzmann, el de Maria Clara Escobar es también un intelectual, y así como en A música do pai, la cámara es la mediadora entre la realizadora y él. Carlos Henrique de Escobar Fagundes, filósofo, dramaturgo, poeta y profesor, es el personaje central de Os dias com ele. Escobar también podría haber llamado a su filme Os dias com meu pai. Él, en tercera persona, puede ser su padre pero también cualquier otro hombre. Es que, al fin y al cabo, entre estas dos personas hay un vacío enorme, un pasado desconocido, una fractura emocional irremediable producida por la dictadura militar y el exilio del padre.
Maria Clara sabe trabajar muy bien con la distancia, sabe preguntar, callar y escuchar, todo en entereza. Lo que se le hace más difícil es lidiar con el silencio: "o silêncio da ditadura e o silêncio que eu tenho na minha própria história com relação à sua", como le explica al padre. La realizadora encuentra la fórmula perfecta en la pureza de su lenguaje. La cámara es ella, sencilla y casi invisible. Nada hay de artificioso para suavizar la tensión que se encierra en la casa del padre.  
Menos terapéutica parece la empresa de Gastón Solnicki en Papirosen. A raíz del nacimiento de su sobrino, el director argentino de origen judeo-polaco comienza a filmar su familia sin objetivo particular. “Esto ya no es una película, esto es una reunión familiar, filmá lo que podés”, le dice su padre. Papirosen cuenta una década de la vida de una familia adorablemente excéntrica, posesiva y peculiar. Como escribe Marcelo Cerdá en la revista argentina Kilómetro 111, “…la cámara de Solnicki es, es en su mecánica fluctuante, endogámica y universal, a la vez primera y tercera persona”. En Papirosen estamos frente a una especie de cinéma verité de la familia, aunque con derecho a intervenir.

October Country
De alguna manera, aunque lejana, la representación de la familia Solnicki dialoga con la propuesta de October Country. En esta película, heredera de la tradición del cine directo estadounidense, Donal Mosher y Michael Palmieri filman durante un año –entre un Halloween y otro– a una familia de clase obrera del interior de los Estados Unidos: los Mosher. Donal es parte de ella pero evita intervenir. No entra en escena, como si al quedar fuera de cuadro pudiera extraerse de los ciclos que atormentan a las cuatro generaciones de su familia. Violencia doméstica, traumas de guerra, embarazos precoces, maltrato infantil, abuso de sustancias…  Nadie se salva en la familia Mosher. Sólo en la noche de brujas, con sus disfraces y fundidos con sus fantasmas, logran escaparse, alcanzar cierta redención.
"Nunca pensé que terminaría haciendo una película sobre mis padres, sólo los estaba capturando para la posteridad”, dice Doug Block sobre 51 Birch Street. Pero ante la muerte de la madre un secreto se revela ante los ojos del director estadounidense, quien termina por descubrir que situaciones más oscuras y complejas se colaron en una de esas felices familias estadounidenses de los anuncios publicitarios. La empresa cinematográfica de Block es profunda y sencilla y conmueve por la manera cálida y sin juicios como el director e hijo se acerca a la historia de vida de sus padres.
La actriz y realizadora canadiense Sarah Polley también indaga en un secreto familiar y lo va develando con sutileza y sensibilidad en Stories We Tell. Pero ella es clara al expresar su cometido: lo importante de hacer el filme no es llegar al meollo del asunto sino entregarse al proceso de escuchar a los suyos: una familia donde las relaciones son fuertes, complejas e intensas. Ella quiere entender cómo las familias construyen su historia, qué recordamos y cómo lo contamos.
Un “melodocumisterio”: así definió Lourdes Portillo alguna vez a su compleja película El diablo nunca duerme. Allí, la cineasta mexicana radicada en los Estados Unidos investiga la muerte de su tío Oscar. Como en todo filme noir, las más sórdidas verdades aparecen de la boca de los personajes, en este caso sus parientes. Todos tienen una versión y todos quieren aportar en la investigación de la sobrina, menos la viuda del tío que se lleva el peor papel. El diablo nunca duerme es un clásico del cine documental latinoamericano, un filme delicioso cargado de escándalos a la mexicana, humor y melodrama. La muerte, el tema recurrente en la filmografía de la cineasta, lejos de ser un elemento oscuro es una presencia seductora como lo es para Yulene Olaizola, cineasta joven cuyo laureado filme de graduación, Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, puede leerse como un inteligente heredero de la película de Portillo. El filme de Olaizola es también una investigación de detective, desde la perspectiva íntima de la nieta que quiere elucidar la huella que dejó un misterioso inquilino en la vida y en la casa de huéspedes de su abuela Rosa.
Los cortos El jardín de Raúl y Luna e Cinara son otros bien logrados trabajos de escuela. El primero es un retrato del padre de la mexicana Sarasvati Herrera en un momento crucial de su vida; el segundo una crónica sutil y cariñosa sobre la relación cotidiana de Luna, la abuela de la realizadora, y su empleada Cinara. Clara Linhard nos deja con una pregunta y la posibilidad de dudar de lo que vemos siempre se agradece. ¿Es posible una amistad de verdad entre ambas mujeres o siempre será una relación de poder e interés mutuo? 
Abuelos y  Con mi corazón en Yambo, dos de los documentales ecuatorianos más exitosos de los últimos años, tienen varias cosas en común. Ambos son la ópera prima de realizadoras jóvenes que han valorizado la mirada subjetiva e intimista en el cine ecuatoriano. Los dos narran historias familiares salpicadas por los horrores de la dictadura, en el caso del primero, y la extrema derecha que ensombreció a Ecuador en los años de Febres Cordero, en el segundo.
Abuelos relata en paralelo la historia de los abuelos de la directora. Remo, el abuelo paterno, desaparecido político en la dictadura de Pinochet; Juan, el abuelo materno, médico autodidacta que entregó su vida a la experimentación e investigación al servicio del otro. Los paisajes áridos del desierto chileno dialogan con los ríos y el verdor andino de Ecuador. Carla Valencia consigue una película rica en metáforas visuales y cálidos testimonios que le permiten, al final de su periplo, dibujar su propia historia.
Con mi corazón en Yambo relata el caso de violación de los derechos humanos que más ha conmocionado a Ecuador, cuando los hermanos de la realizadora María Fernanda Restrepo (Santiago, de 17 años, y Andrés, de 14), fueron torturados y desaparecidos a manos de la policía en 1988. El filme rompió records de taquilla en Ecuador y su alcance trascendió el acontecimiento cinematográfico. Como consecuencia del documental, el caso fue reabierto por la Fiscalía.

Con mi corazón en Yambo
Con mi corazón en Yambo es el ejemplo del filme que sólo podía haber sido hecho desde la mirada cálida y apasionada de la hermana menor, María Fernanda, quien se mantiene en el territorio íntimo que sólo a ella le pertenece.  La cineasta traza un bello retrato de su padre –un hombre estoico que no ha parado de luchar hasta saber la verdad tras la desaparición de sus hijos– y de su relación profunda, sin descuidar el componente histórico y político que incluye episodios muy poderosos como la confrontación con los verdugos de Santiago y Andrés.
Si bien es cierto que en todo el mundo hay familias para quienes lo íntimo y lo político no puede separarse, donde la militancia se transmite de generación en generación, hay un lugar en la Tierra donde lo político va más allá de una postura o una elección personal. En Palestina lo político sobrepasa lo intelectual y se convierte en una forma de ser, de actuar, de resistir. Es imposible ser un sujeto apolítico cuando se vive bajo la ocupación. Es así que, con enfoques tan distintos desde lo formal, tanto la célebre 5 Broken Cameras como Port of Memory (una película fronteriza, entre Palestina e Israel, entre el documental y la ficción) reflexionan sobre la construcción del legado, la memoria familiar y el desarraigo en un territorio fragilizado y en constante riesgo.
Diario de Sintra de Paula Gaitán, filme libre e introspectivo, es una suerte de experiencia metafísica que la realizadora mantiene en solitario. Luego de 26 años de la muerte de su marido, Glauber Rocha, la cineasta regresa a Sintra, el pueblo portugués donde vivieron exiliados junto con sus dos hijos y compartieron sus últimos momentos como familia. El registro fílmico que Rocha mantenía en Súper 8, grabaciones de su voz, el álbum familiar, extractos de obras del cineasta y fragmentos literarios funcionan como el ancla de la realizadora, pequeñas confirmaciones tangibles de lo que alguna vez fue, de aquella memoria que con el tiempo se mezcla, se olvida, se imagina, se inventa: “Imágenes que ultrapasan la memoria y comunican sólo una parte de su secreto. Tiempo perdido. Tiempo redescubierto”. El viaje, más que a un espacio físico, llevará a Gaitán al reencuentro con una ausencia.
En el mismo terreno libre y autobiográfico se sitúa Les plages d’Agnès, un ensayo habitado por metáforas y símbolos en el que Varda se pasea por su propia vida y nos presenta a su familia, sus afectos y las imágenes que ha ido recolectando durante su fértil recorrido. La realizadora francesa ya nos había dejado ver en Les glaneurs et la glaneuse su faceta de recolectora por excelencia, no sólo de objetos, sino también de imágenes, fantasías y sueños. Aquí lo hace nuevamente y consigue un filme profundo y leve, producto de la visión de una cineasta en absoluta madurez.
Pulsações, desde su sencillez y recato, es un filme sobre los temas más grandes, un documental sobre la memoria familiar, sobre los espacios personales que habitamos; un filme que al ofrecernos la posibilidad de ver la vida de los demás, en retrospectiva, nos demuestra que así mismo es, que de eso se trata vivir.

Pulsações
En un momento del filme la abuela de realizadora lleva una fotografía familiar a un laboratorio de barrio. Ella  Y con enfoques distintos, tanto 5 Broken Cameras como Port of Memory reflexionan sobre el legado familiar y la memoria familiar çoasasafspide a Seu Federico, el propietario, que borre a una persona de la foto, es decir que altere la imagen. El resultado es sorprendente, Federico puede cambiar nuestros recuerdos a medida. Así es la memoria, lo que queda es lo que decidimos que perdure.
Hace un tiempo visitaba un bosque de sequoias, esos árboles altísimos de madera roja que viven mil, dos mil años. El tronco de un árbol caído estaba expuesto ahí con sus 1900 aros, es decir sus 1900 años. Pensé en todos los acontecimientos que había acompañado ese árbol y que ante su magnitud nuestras historias eran nada. Tal vez por eso me gusta imaginar cada filme de este programa como uno de los aros del tronco de la sequoia. Viendo la vida desde la perspectiva de un árbol milenario es más fácil entender que la existencia es eso: latidos intermitentes, instantes, pulsaciones.

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