El cineasta israelí Avi
Mograbi le pide a Ali, su profesor de árabe y amigo, que sea su cómplice
creativo en su nueva película. Ali lo piensa detenidamente y, antes de aceptar,
le dice algo que para mí recoge la esencia del quehacer del documentalista: “Lo que me preocupa es la carga del conflicto
que pesa sobre mí, en mi conciencia, en mi involucramiento… Yo no aparezco en películas todos los días, así que esta es mi gran oportunidad.
Quiero hacer algo con esa carga… Esta maldita conciencia de expresarme, comunicar,
bendecir, imprecar...”
La reflexión de Ali
trasciende los mal trazados límites de Palestina e Israel. ¿No será acaso eso
de lo que se trata hacer cine documental? ¿Afrontar esa carga? ¿No será esa la
manera de ejercer cualquier oficio? ¿Trabajar, cotidianamente, para cambiar
aquello que nos incomoda?
Lo cierto es que Ali
acepta la propuesta de su alumno y juntos empiezan a dar forma a un filme
cordial, en el que un cineasta judío y un intelectual palestino fantasean con
un Oriente Próximo sin fronteras, la versión más parecida al Levante pre 1948.
Así nace Una vez entré en un jardín, una
de mis películas favoritas de la XII edición de los Encuentros del Otro Cine
(EDOC) que arranca este jueves.
Escribo esta columna desde
adentro, pues soy parte de la organización del festival desde su cuarta
edición. Los primeros años los viví desde la butaca y la redacción, como
periodista de la sección cultural de este Diario. Los EDOC arrancaron en 2002
con Chile: la memoria obstinada, de
Patricio Guzmán. Ese día cambió mi vida y fue gracias a los EDOC que tomó otro
rumbo, que se definió mi vocación.
Once años después, la
audiencia para el cine de lo real ha crecido sustancialmente en nuestro país.
No obstante, subsiste la incomprensión de la importancia de ambos por parte de
los círculos que manejan el dinero, el poder, el mensaje masivo que pocas veces
invita a cuestionar lo que tenemos frente –incomprensión del documental como
medio de expresión y lenguaje artístico, y de su público como espectador ávido
de cine de calidad y de una opción de entretenimiento reflexiva, ciudadana e
inteligente–. La televisión ecuatoriana, por ejemplo, poco o nada invierte en
la producción de cine de lo real y su programación tiene un vacío enorme de
documentales de creación, que no es lo mismo que las ballenas jorobadas de
NatGeo. Es fantástico y a la vez paradójico que el más grande festival de cine
de nuestro país sea de documentales, pero que año a año el grueso de su
financiamiento (que se consolida con dinero público) sólo logre juntarse con
cortes y cada vez más tarde por falta de políticas claras y a largo plazo. Me
parece que en estas condiciones hacer un festival de cine documental, así como
ser su espectador, constituyen una forma de resistencia.
Aprovecho estás líneas,
entonces, para invitarles a descubrir 121 versiones del mundo a través de películas
producidas entre 1966 y 2013, filmes comprometidos con la realidad, con el cine
como manifestación estética, voces que no quieren ser una verdad absoluta,
solamente una interpretación libre, individual y respetuosa del mundo grande en
que vivimos.
Publicado el 9 de mayo en las perspectivas del diario HOY
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